En la política colombiana reina la confusión. El desconocimiento de nuestras costumbres, de las leyes sociales que regulan el comportamiento de los pueblos, como la imitación a rajatabla de modelos extranjeros, nos lleva a copiar al calco y reproducir leyes por docenas, que no encajan con la mentalidad nativa. Cada aprendiz de Solón siente que tiene la verdad revelada y quiere modificar las tradiciones y símbolos de la nacionalidad, trastocar los principios tutelares de un pueblo en formación, sin atender que el edificio social se erige poco a poco, desde los cimientos hasta levantarse ladrillo a ladrillo, piso por piso.
Desde que el Libertador Simón Bolívar creó la Gran Colombia, pocos entendieron su obra. La mentalidad estrecha de politiqueros parroquiales que no veían más lejos de sus narices, como por instinto se unió contra el proyecto visionario de convertirnos en una potencia regional. No les interesaba, ellos querían ser los caciques de su propia parcela. Santander y Castillo en Cúcuta se resisten a seguir a Bolívar para liberar con un puñado de voluntarios de la elite de Mompox a Venezuela. Y el bravo llanero Páez rehúye en Venezuela combatir en la Nueva Granada. Al quebrase el Imperio Español, ellos quieren gobernar en sus patriecitas. Y lo primero que hacen es copiar el modelo del Estado Nación liberal, para lo que inventan desigualdades, diferencias artificiales, hostilidades absurdas entre caraqueños, quiteños y santafereños. Siendo todos vástagos y hermanos de la hispanidad, llamados a constituirnos en una gran nación. No existían mayores diferencias entre nuestros pueblos hispanoamericanos, apenas una voluntad política mezquina y mal entendida del poder nos llevó a degradarnos en parcelas en las que al no seguir los ideales de un Estado, constituido dentro del esquema del democesarismo bolivariano, degeneró en entidades estatales débiles, incapaces de instaurar el orden o conservarlo. Y vinieron la serie interminable de revoluciones, levantamientos, desórdenes generalizados y perturbadores para el desarrollo y el crecimiento cultural. En el siglo XIX, comentaba Faustino Sarmiento, Colombia tuvo más de 100 constituciones, al sumar las que se daban los Estados federados o confederados. El elemento bolivariano y conservador luchó en toda la región por instaurar el imperio del derecho y la legalidad, contra los caudillos bárbaros y los utopistas radicales que pretendían estar a la última moda en la copia de modelos europeos. Se prefería adoptar posturas simiescas que pensar en nuestros problemas. Rafael Núñez, es el estadista colombiano que mediante una tarea ciclópea de persuasión a la clase dirigente se propone crear el Estado moderno, en un país que no tenía ni un Banco Central, en donde los particulares, en especial los radicales, en sus bancos manejaban como caja menor los fondos oficiales. Otro cartagenero visionario, Juan García del Río, en su valiosísima obra Meditaciones Colombianas, lucubra las bases para un gobierno bolivariano, reclama la formación de un Banco Central, lo que se posterga hasta los tiempos de Núñez, en cuanto el individualismo egoísta de los dueños del poder se oponía a fortalecer el Estado y abominaban del bien común que consagran en 1886 Rafael Núñez, Carlos Holguín y Miguel Antonio Caro. El democesarismo de Núñez y del conservatismo, junto con los liberales independientes de orden que constituyeron el nacionalismo, sigue el pensamiento del Libertador... Esa obra magna la descalabran en 1991 quienes resolvieron destruir la Constitución de 1886. Ellos copian apartes enteros de las constituciones de España y Alemania, con regímenes de corte parlamentario. En 1991 el M-19 había sacado la primera votación. La presencia decisiva de Álvaro Gómez y los conservadores de Misael Pastrana, junto con algunos liberales de orden como Alfonso Palacio Rudas, consiguió frenar el ímpetu de las fuerzas disolventes. Sin poder impedir que bajo el cuento del Estado Social de Derecho, se consagrara el populismo y la anarquía en el país; lo mismo que se crearan cinco cortes, que han derivado a una suerte de partido y gobierno paralelo de los jueces, que pretenden legislar desde la Corte Constitucional. Según Aristóteles y la experiencia de siglos, el gobierno de los jueces es el peor de los gobiernos posibles.
Al desquicio que ha fomentado la Carta de 1991 se suma la impotencia del Estado para someter a los alzados en armas, en un conflicto de medio siglo, que impide que la democracia penetre en el 70 por ciento del territorio nacional, en la periferia del país donde impera la ley del fusil. El esfuerzo del presidente Juan Manuel Santos, de buscar la paz negociada, es una salida realista que debe tener tiempos y condicionamientos. Si fracasa la mano tendida iremos a la disolución o la unión monolítica de la sociedad para emplear todas las energías y recursos con el fin de fortalecer el Estado y reducir por la fuerza a los violentos.