Radicada demanda ante CIDH
El magnicidio de Álvaro Gómez
Para los colombianos el cangrejo en el cual derivó el magnicidio de Álvaro Gómez, se ha convertido en una verdadera vergüenza nacional y un caso emblemático de la impunidad que degrada la justicia en el país. Han pasado 18 largos años, en los cuales las diversas investigaciones que se han efectuado sobre el crimen son desviadas, los testigos suelen ofrecer poca credibilidad y en algunos casos han sido eliminados, la secuencia de la investigación desarticulada, se intoxica a las autoridades con falsas pistas, hipótesis y testimonios. Los mismos jueces cuando parecen acercarse al hilo de la trama suelen ser amenazados o les quitan el caso. Quienes han conocido el proceso sostienen que es una colección de incoherencias y de trampas para confundir a los investigadores. Nadie se explica qué mano misteriosa y poderosa ha logrado en estos años engañar, manipular y torcer la voluntad de la justicia. ¿Quiénes pueden ser tan poderosos para entorpecer y despistar a tal punto a los investigadores?
Reconocidos penalistas que aguzan la memoria, señalan que las investigaciones sobre el crimen de Álvaro Gómez, han sido una confabulación de mentiras y la suma de factores acomodaticios que despistan a los investigadores; se muestran sorprendidos de la forma como se descuidaron diligencias que eran fundamentales para esclarecer el caso, lo mismo que no entienden que un crimen de tal magnitud en determinados períodos se mantenga en la inercia de los archivos, con efecto negativo en la investigación y comprometiendo la oportunidad de las diligencias para encontrar a los cómplices. La Nación, expectante e ingenua, sigue perpleja durante años confiada en que algún día la oscuridad en el túnel del proceso del magnicidio se resplandezca con la verdad y podamos enterarnos a plenitud y de manera inequívoca, quienes fueron los determinantes de tan horrible y cobarde homicidio.
Los criminalistas asumen que quienes silenciaron la voz acusadora del jefe conservador contra el Régimen, de alguna manera sentían que peligraba su inmenso poder. Álvaro Gómez denunciaba el Régimen amorfo, sin rostro, sin nombre, sin jefe. Se trataba de un poder misterioso surgido en medio de los intereses creados a la sombra por la corrupción y las mafias, unidas en el proditorio empeño de controlar el Estado, su poder de decisión, sus fondos y los tentáculos de la autoridad. Atreverse a denunciar esa pestilente plaga de bandidos del régimen era una osadía que solamente un político de recio carácter y los nobles ideales como defensor insobornable de valores eternos y virtudes inconmovibles podía emprender al estilo de Sócrates, como un deber para con la patria que lo había visto nacer y que no se resignaba a ver envilecida por el Régimen. Y como Sócrates, también, asumió que callar sobre los males de la República era volverse cómplice del Régimen. Ese es el nudo gordiano de la cuestión, ninguno de los investigadores ha podido desatarlo, como si un hechizo o un poder oculto de intimidación lo impidiese. Semejante injusticia y envilecimiento de la investigación le duele al pueblo colombiano sin distinción de partidos ni sectas o clases sociales. Existe la convicción moral sobre el altruismo y la grandeza de la propuesta de Álvaro Gómez de combatir, y aniquilar el Régimen, como condición esencial para depurar la democracia, y fortalecer la justicia. No cabe la menor duda entre cuarenta millones de colombianos que admiraron creyeron, siguieron, abominaron o combatieron a Gómez, que sus asesinos actuaron por cuenta del Régimen. Así como sienten que mantiene su tenebroso poder e impide que la investigación avance, incluso, en la Fiscalía. Cuando, precisamente, esa institución debería hacer lo imposible para esclarecer el crimen, puesto que el político conservador venía insistiendo en crear ese organismo para combatir las mafias y los agentes del delito común, lo que se cristalizó por su iniciativa en la Constitución de 1991.
La distinguida familia Gómez, que sufrió la dolorosa pérdida de su ser querido, lleva desde su desaparición el cilicio en el alma con la vana esperanza de que el asesinato no quede impune, por lo que acudió ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para que se haga justicia. La sociedad colombiana acompaña moralmente el empeño de llevar a tribunales internacionales el caso, para que le den prioridad y se investigue el crimen de lesa humanidad.