Una vez más está sobre la mesa el eterno debate de la participación de funcionarios públicos en actividades proselitistas. En esta ocasión la discusión tiene más elementos de controversia debido a las campañas electorales del primer semestre, en donde una de las polémicas más recurrentes fue, precisamente, la referida a la imparcialidad o no de los empleados públicos frente a los candidatos al Congreso y la propia Presidencia de la República.
Ahora que se está hablando de una reforma política es apenas natural que este asunto sea uno de los primeros que se ponga sobre la mesa y más aún cuando entre los puntos que se discute también está la propuesta de eliminar la reelección presidencial y alargar, en su defecto, los periodos de Jefe de Estado, gobernadores y alcaldes. Incluso ha entrado en el escenario la controversia en torno a si ese aumento de los tiempos de mandato de los jefes del Ejecutivo a nivel nacional, departamental y municipal también debería extenderse a los congresistas, diputados y concejales.
En el punto específico de la participación en política partidista de los empleados del Estado hay varias alternativas. Un planteamiento, por ejemplo, sostiene que más allá de si esta autorización es buena o no, lo mejor es darle vía libre, con regulaciones muy puntuales, ya que está visto que la prohibición de tales participaciones en actividades proselitistas no se cumple a cabalidad y que ya sea directa o indirectamente no pocos trabajadores oficiales, sin importar el nivel del que se esté hablando, se las ingenian para favorecer a algún candidato o partido. Esta tesis parte, entonces, de la dificultad para hacer cumplir la restricción.
Un segundo flanco de la discusión se dirige a que dicha autorización para participar abiertamente en actividades proselitistas solo se les dé a los altos funcionarios que, por su función, pueden y deben defender la gestión de los gobiernos de turno. Es decir que, para el caso de la reelección presidencial, esta libertad debería darse al Vicepresidente y los ministros, por ejemplo, ya que al ser operadores directos de la ejecución gubernamental, pueden dimensionarla y pedir a la ciudadanía que voten por la continuidad de la misma. Así ocurre en múltiples países en donde existe la opción de repetir en el cargo de manera consecutiva.
La tercera manera de abordar el debate es que se permita no sólo a los altos funcionarios sino a todos los empleados oficiales en general participar en política y mitines electorales, siempre y cuando se cumplan restricciones básicas como que ninguna de las mismas se realice en los estamentos oficiales o que ningún superior utilice su cargo para presionar a sus subalternos o a los particulares a que apoyen a determinado aspirante o colectividad.
Y, claro, siempre está la opción de dejar la norma tal como rige hoy pero que, en época de elecciones, la Procuraduría redoble su personal de vigilancia en todos los niveles de la administración pública y aplique los correctivos y las sanciones tan pronto como se evidencie una participación de algún funcionario en proselitismo político. Porque esa es la otra parte de esta polémica que poco se analiza. Una cuestión es que siempre que hay campañas en las que pululan las denuncias sobre politización en despachos públicos, pero pocas veces esos señalamientos se convierten en procesos formales y concretos, con pruebas fehacientes y sólidas. ¿Por qué si en cada campaña hay un alud de quejas al respecto, al final las sanciones son muy pocas o inexistentes? La respuesta a ese interrogante es clave para ahondar en esta controversia.