*Acciones bajo el Principio de legalidad
**Salvaguarda contra misiles a la Constitución
El señor presidente, Juan Manuel Santos, cuya conducta rigurosamente republicana exaltamos en el editorial de ayer, impidiendo el exabrupto y golpe de mano que pretendía el Congreso, ha actuado adecuadamente y ajustado a la Ley con respecto a las objeciones y la no promulgación del adefesio de la llamada “Reforma a la Justicia”.
No se sabe, ciertamente, por qué entre tantas opiniones sobre si el presidente estaba facultado o no a esas objeciones, y la no promulgación, los opinadores, e incluso exmagistrados que se han puesto en contra, no se leen los códigos y las leyes.
En efecto, el presidente Santos, como jefe de Gobierno, ha procedido bajo el más estricto y fundamentado principio de legalidad.
El principio de legalidad es de la mayor importancia en los más altos canones que rigen taxativamente al Derecho y consiste en que debe actuarse siempre, ciudadanos y miembros del Estado, con base en normas explícitas y contempladas en cualquiera de las normativas nacionales.
En referencia a las objeciones y sanción presidencial de las leyes, y sus dictámenes sobre las facultades y conductas presidenciales al respecto, el reglamento del Congreso, que es una ley estatutaria, por tanto de rango constitucional, sostiene textualmente en su artículo 221 que las normas expedidas por el Parlamento que tengan por objeto modificar, reformar, adicionar o derogar los textos constitucionales, se denominan actos legislativos, y deberán cumplir el trámite señalado “en la Constitución y en este reglamento”.
Acto seguido, en el artículo 227, ese mismo reglamento dice que: “las disposiciones contenidas en los capítulos anteriores referidas al proceso legislativo ordinario que no sean incompatibles con las regulaciones constitucionales, tendrán en el trámite legislativo constituyente plena aplicación y vigencia”.
Quiere decir lo anterior, en ambos artículos, que los actos legislativos de una parte, están sujetos plenamente a las objeciones, sanción y promulgación presidencial en el mismo sentido de los proyectos de ley, y de otra parte que así concurre tanto en cuanto ello no sea incompatible con otras regulaciones de la Constitución, inexistentes en este caso, y que así debe procederse, dentro del trámite legislativo con plena aplicación y vigencia.
Así, los que dicen que el trámite de los actos legislativos no puede homologarse con los proyectos de ley, están totalmente errados. Y no sólo eso. En caso de que el Presidente de la República tuviera profundas convicciones de que lo que se estaba haciendo en el Congreso, como efectivamente ocurrió, era no sólo una prohibida sustitución de la Constitución y una espuria legislación en beneficio propio, tenía por obligación que usar los artículos de la antedicha ley estatutaria que lo facultan para proceder a las objeciones por inconveniencia e inconstitucionalidad. Los que, por igual, sostienen que ello no tiene sustento están equivocados y sus opiniones, por ende, serían tanto como pedirle al Presidente que prevaricara y no asumiera las funciones que juró defender.
Las objeciones presidenciales a los proyectos de ley, y a partir de la normativa ya descrita a los actos legislativos, provienen de la magnífica Constitución de 1843. En esa época, bajo la presidencia del general Pedro Alcántara Herrán, no siempre bien ni extensamente biografiado, como se merece, se establecieron las objeciones, llamadas entonces poder de veto del Primer Mandatario por cuanto previamente el gobierno era apenas un convidado de piedra en el proceso legislativo. Por ello le cayeron rayos y centellas a Herrán acusándolo de monárquico, pero por fortuna todas las constituciones posteriores, hasta hoy, han contemplado esa figura que ha permitido, sin duda, frenar el populismo y la demagogia que en ocasiones se toma al Congreso y peor, esperpentos actuales como la denominada “Reforma a la Justicia”.
Es claro, entonces, que entre tanta opinión sobre artículos e incisos, lo cierto es que el Presidente Santos ha hecho buen uso del sistema jurídico, básicamente para salvarlo de la hecatombe. Una vez rectificado el curso, con objeciones de conveniencia e inconstitucionalidad, la reforma debe fenecer sin tanto aspaviento y sólo ser recordada como el peor misil contra la Constitución de 1991 desde su vigencia. No debe el presidente Santos, ni el Congreso, ni nadie insistir en ella, infisionada como está, en su espíritu y corazón. No sobra advertirlo, para que después no haya sorpresas.