La jerarquización conservadora
Armonía es antónimo de disfunción
Uno de los principios generales del pensamiento conservador consiste en la prevalencia del Presidente de la República como agente del Estado. Así se plasmó justamente, desde la fundación colombiana, incluso bajo la discusión de bolivarianos y santanderistas sobre la cantidad de influjo presidencial necesario para que las instituciones se afincaran y progresaran en el país. Y que hoy cobra vigencia por ciertas pugnacidades que se vienen dando en la cúpula del poder.
De hecho, el Libertador pensaba en la figura de la presidencia vitalicia a fin de perfeccionar, en un lapso considerable, la realidad institucional tambaleante y endeble del “posconflicto” independentista, mientras que los partidarios de Santander creían que había que calcar, de una vez, las instituciones norteamericanas sin fórmulas intermedias o tipologías de derecho público germinadas de las propias circunstancias nacionales. De allí las famosas discrepancias de lo que Bolívar llamaba las “repúblicas aéreas”, refiriéndose a las importaciones constitucionales sin filtro alguno en la idiosincrasia del país, en tanto que los otros pensaban que la teoría de los textos importados significaba, por sí sola, una magia fantástica que pondría su lubricación maquinal en la práctica gubernativa. Aun así, en ambos casos la presidencia era preponderante: la bolivariana con ámbito más extenso; la santanderista copiada de los Estados Unidos y una tendencia al parlamentarismo y el inciso.
Sin embargo, la falta de una presidencia con atribuciones debidas llevó, no sólo al colapso de la Colombia original, sino que predeterminó un “posconflicto” extremadamente largo, en la porción que quedó de ella, y que se verificó en varias guerras civiles cuya tensión fue precisamente la de la cantidad de poder público que debía otorgársele al jefe del Ejecutivo. En principio, las fuerzas dispersivas se impusieron, hasta ponerles el coto debido en 1843. Pero luego esa mentalidad volvió por sus fueros y mayor extremismo, en 1863. Con ello, bajo las tesis liberalizantes de moda, se consiguió la máxima neutralización posible del Ejecutivo nacional, sumiendo al país en un caos institucional de padre y señor mío. Hasta que por fin llegó la figura descollante de Rafael Núñez, en asocio de los constituyentes conservadores de 1886. Entonces, recuperada la sindéresis, la Presidencia de la República recobró la categoría fundamental dentro de la jerarquización indispensable que supone la libertad dentro del orden.
Desde el principio, pues, se sentaron las bases de un pensamiento diferenciado entre conservadores y liberales, inclusive mucho antes de que aparecieran los partidos políticos. De modo que era y sigue siendo un asunto de mentalidad. En efecto, los que de un lado, como los conservadores, tienden naturalmente a categorizar la Jefatura del Estado; y de otro lado quienes, como los liberales, consideran implícitamente que la presidencia no guarda supremacía ninguna, sino que es apenas una ficha importante del engranaje establecido con otros organismos de valía.
Fuere lo que sea, el pensamiento conservador logró consolidarse. De hecho, en la Constitución de 1991, por más fermento de lo que se ha demostrado tan nocivo en los mal diseñados pesos y contrapesos, el Presidente conserva su carácter de Jefe de Estado, Jefe de Gobierno, suprema autoridad administrativa y Comandante Superior de la Fuerza Pública, tal cual viene siéndolo desde 1886. Lo que, en esa dirección preeminente, le da la jerarquía constitucional de ser el depositario de la unidad nacional (en su sentido amplio), como en efecto actualmente está dicho y regido. Es por ello, incluso, que cuando se habla de que los diferentes órganos deben colaborar armónicamente para la realización de los fines estatales, se entiende que ese depositario tiene prioridades correlativas.
Pero he aquí que ahora, entidades de menor nivel que no alcanzan siquiera a ser cabeza de alguna de las tres ramas del poder público, por más importantes que sean dentro de su propia órbita, como la Fiscalía o la Procuraduría, pretenden equipararse nada menos que con la cabeza del Ejecutivo. Esa distorsión, no sólo del pensamiento conservador, sino de la estructura establecida, produce una erosión lamentable, propia de lo que se observa en las virtuales intenciones de cogobierno, dar a las funciones características políticas o minar la Jefatura del Estado. Todo con base en la orientación que pretenden darle en uno u otro sentido al actual conflicto, en desactivación, y el posconflicto en ciernes, responsabilidad funcional perentoriamente determinada para el Presidente de la República en el mantenimiento exclusivo del orden público.
La majestad del Estado no debe sufrir, a más del sentido malamente peyorativo o acartonado que suele darse a las solemnidades necesarias para que el aparato democrático subsista, desgastes y malinterpretaciones legales semejantes. Porque en ningún lado está reglado que la jurisdicción criminal o la disciplinaria puedan salirse de su cauce, claramente determinado, la primera dentro de su ámbito acusatorio puntual y la segunda del sancionatorio correspondiente, para lo que las atribuciones políticas están circunscritas de forma exclusiva a la presentación de proyectos de ley de su incumbencia. De suyo, aparte de ello, al Ministerio Público le corresponde actuar, dentro de la estructura constitucional del Estado y en referencia a la defensa de la sociedad y el interés público, solo ante las “autoridades jurisdiccionales” respectivas, lo mismo que la Fiscalía debe operar ante los jueces sustantivos y de garantías competentes. No son funciones genéricas, sino que tienen un tiempo, modo y lugar. Como debe ser dentro de una regulación jerarquizada y atinente a los conceptos básicos que deben regir una sociedad democrática. En este caso, como se dijo, actuar ante las “autoridades jurisdiccionales” correspondientes y no traslapando sus funciones con organismos de características diferentes, para el caso ejecutivas, por lo demás de índole superior.
Puede, por supuesto, el Presidente recurrir a reuniones en aras de la colaboración y armonía entre los diferentes órganos del Estado. Pero si ellas no son para colaborar “armónicamente” entre sí, sino para generar disfuncionalidades y galimatías, se lesiona el concepto constitucional hasta comportar exactamente lo contrario. En el fondo todo nace de confundir la naturaleza de los fenómenos. Porque una cosa son servidores públicos designados a través de la democracia indirecta y muy otra el vocero máximo elegido por la democracia directa. Al que, si se quiere, como el Presidente, podrán tener a pocos pasos. Pero la diferencia siempre, aquí y en cualquier parte, serán los millones de votos que los separan y definen. De donde precisamente nace la jerarquización conservadora.