*Una historia invencible
* “El más humano de los dioses” …
Ya se sabe que Diego Armando Maradona fue un vitalista. Es decir, una persona solo definible por cuenta de su ánimo por la vida. Alguien que no quería perderse un minuto de la experiencia de estar vivo. En suma, un ser que simplemente vivió a flor de piel. Y en ese sentido de poco vale reiterar sus excesos o sus falencias, los problemas con las drogas y el alcohol y las depresiones respectivas, por cuanto no es ahí donde se encuentra su esencia. “El más humano de los dioses”, según Eduardo Galeano, que por demás nunca quiso ser ejemplo.
Simplemente Maradona fue un héroe, a pesar de tantas contradicciones. Y los héroes también mueren.
En efecto, no alcanzó ayer a producirse su deceso por un paro cardio respiratorio a los 60 años cuando en cosa de segundos la noticia impactaba, casi al mismo tiempo, en cada rincón del planeta. El astro se había levantado a eso de las diez de la mañana, aún convaleciente de una operación cerebral, cuando terminó ocurriendo lo que desde hacía años se presupuestaba: que su organismo no aguantaba la carga de adrenalina que llevaba adentro. Pese a ello, muchos dudaron al instante de una reseña tan estremecedora. Por supuesto, en un mundo que gravita en torno de las noticias falsas había, ciertamente, motivos para pensar que era otra treta más de alguna red social. Pero no. Era verdad. Maradona había muerto.
En general, cuando se habla de héroes se piensa en grandes gestas, en militares sobresalientes, en protagonistas decisivos de la historia. Pero también hay héroes de otra índole. Aquellos que, como Maradona, saben inspirar a los demás. No podría decirse que nació como ídolo, pero ya a los quince años, cuando debutó en Argentinos Junior, el embrujo que tenía en los pies daba por sentado que había emergido un genio que venía de los sectores marginados de Buenos Aires. Entonces Maradona comenzó su carrera de relámpago, anotando 116 goles en 167 apariciones. De allí pasó al emblemático Boca Juniors y en un abrir y cerrar de ojos el equipo Barcelona, de España, lo contrató, sacudiendo sus arcas, en la transacción más alta hasta entonces.
Pero no fue ahí donde Maradona destiló el carisma tan propio de su personalidad. A poco el Nápoles, de Italia, lo llevó a su escuadra y fue en esa época cuando llegó la apoteosis y la idolatría, luego de ganar varias copas nacionales e internacionales. Nadie nunca había logrado tal grado de sintonía con la hinchada, pero más allá, a partir de allí se había convertido en uno de los símbolos de la cultura popular mundial. Esto a cuenta de una interpretación muy personal y endiablada del fútbol, con base en un liderazgo permanente en la cancha, y de ser la figura más representativa del alma argentina compaginada con la efusividad italiana. No eran, desde luego, los tiempos de hoy, cuando basta con prender la pantalla para encontrarse con un partido en cualquier parte del mundo en vivo y en directo. Y constatar, desde la propia casa, cuáles son los mejores jugadores. Era que Maradona iba más allá...
Efectivamente, es en cinco minutos dramáticos en que se puede retratar la vida de Maradona con todos sus contrastes. Se trata, como se sabe, del partido Argentina-Inglaterra, en la Copa Mundo de México 86, cuando el astro metió los dos goles que significaron la clasificación a las finales y a la postre el segundo campeonato mundial para su país. Allí en esa nación, precisamente, donde el fútbol no es un deporte, sino una religión. Es decir, un acto de fe y una liturgia impostergable.
Uno de aquellos goles fue bautizado por el mismo Diego Armando como el de la “mano de Dios”, a toda luces irregular y pícaro, pero validado a los 51 minutos del juego. El otro, una obra maestra de la gambeta y la genialidad, de una cancha a otra, tal vez la anotación más extraordinaria en la historia, cuatro minutos más tarde. Y como si fuera poco, así llegó la victoria argentina sobre los británicos después de la derrota militar en las Malvinas. Lo que todo el mundo llamó: la venganza. Podía quedarse el Reino Unido con las islas vecinas al territorio de la Argentina, pero lo que era en el fútbol, con toda y su mayor relevancia universal, la decisión era por los platenses: un veredicto tal vez más espinoso.
A fin de cuentas, en él también había un político, sin pretenderlo en lo absoluto. Simplemente sus frases sencillas solían hacer carrera en el ideario popular. Pero también en otros aspectos vitales como en aquella admonición, cuando estaba en su apogeo y lo asediaba la idolatría, de que “la gente tiene que entender que Maradona no es una máquina de dar felicidad”. Efectivamente, dijera lo que dijera, eso era lo que la gente veía en él: un dispensador de felicidad en la liturgia del fútbol. Porque eso fue Maradona, aun a costa de sí mismo. Y esa es su historia invencible.