El gobierno del Presidente Juan Manuel Santos se encuentra inmerso en un gran esfuerzo por alcanzar una paz negociada. Muchos lo critican por eso, siendo que el sistema constitucional vigente encomienda al gobernante buscar la paz, como una de sus funciones esenciales. Al mismo tiempo le ordena preservar y mantener el orden, como supremo comandante de las Fuerzas Armadas. Esa dualidad de funciones no la entienden muchos y ser presta a confusiones. Por lo demás, el Primer Mandatario se encuentra atado a una serie de limitaciones para cumplir sus funciones, muchas de ellas legales. El poder presidencial salió muy debilitado en la Carta de 1991, fuera de que se desaprovechó la herencia de la Constitución de 1886 que había conseguido desarrollar un derecho colombiano aplicable a nuestras realidades, carácter y posibilidades. Esa ruptura debilitó la unidad del Estado y la función presidencial. Y, por la manía colombiana de enviar inexpertos a los foros internacionales, el país es firmante de numerosos protocolos que se oponen a los proyectos que se insinúan en La Habana. El Ejecutivo no puede decretar amnistías y está privado de otras facultades esenciales.
La elección de alcaldes y gobernadores en algunas de las zonas en las cuales impera la violencia determina que bajo la amenaza del revólver en la nuca no pocos de éstos funcionarios públicos se conviertan, a regañadientes o de manera complaciente y paga, en agentes del caos y la violencia. La elección de gobernadores es una forma larvada de federalismo que el líder conservador Álvaro Gómez no compartió. A diferencia de la elección popular de alcaldes que propició en tiempos del gobierno de Belisario Betancur, nada menos que para rescatar la democracia local que estaba en manos de los feudos podridos. Esa es una institución positiva en las grandes ciudades en la medida que sea posible la revocatoria en los casos que los alcaldes abusen del poder y favorezcan los negocios ilícitos, pero cuya bondad se desvirtúa en las zonas de violencia donde, en la práctica, son irrevocables por la vía legal por cuanto al que proponga esa norma las Farc lo elimina.
El intrincado proceso de paz mantiene el país y en cierta forma a la administración pública nacional y regional en vilo, lo mismo que fomenta el malestar en las Fuerzas Armadas, laceradas por cuenta de los equívocos repetitivos que llevan a los soldados a prisión, sometidos a condenas terribles por hechos que se cometen en orden público y que las autoridades civiles, en ocasiones, mal interpretan y tratan como atentados homicidas. Semejante estado de cosas influye en la opinión pública que se muestra escéptica y confundida sobre las conversaciones de La Habana. Y que ve con suma preocupación la exigencia de las Farc de ir a una constituyente. El principal vocero de las Farc en esos diálogos ha sido clarísimo al respecto al proponer una Asamblea Nacional Constituyente que: “tenga fuerza en ese sentido también institucional de constitucionalidad y para que la paz sea el resultado de un acuerdo de todo el país, de un nuevo pacto social”. Propuestas como esa ponen crispan los nervios del pueblo colombiano que teme lo peor: que la subversión consiga por medio de la negociación lo que por la fuerza no han alcanzado en más de medio siglo de crímenes, asesinatos, atentados terroristas y destrucción de la infraestructura en sus zonas de influencia, lo mismo que de sembrar el dolor y miedo en la población, condenada por las armas al atraso secular.
El presidente Juan Manuel Santos es consciente del desgaste y las dificultades de avanzar en un proceso de paz que más parece un túnel minado, por lo que no lo sorprende que de momento caiga su la favorabilidad en las encuestas. Son riesgos calculados e inevitables que no son nada comparados con los gigantescos beneficios que traería alcanzar la paz, la paz con honor. La que, desde luego, no pasaría por una constituyente bajo la amenaza de las Farc, cuyos fretes armados van en ascenso de manera paralela a las conversaciones de La Habana. Al hombre de Estado no lo arredran las encuestas que obedecen a los vaivenes cambiantes de opinión.
Sin embargo ello no quiere decir que se descuide y no mida las consecuencias del juego diplomático de las Farc, que ahora lanzan sus baterías contra el gobierno al que quieren poner contra la pared y condenarlo de antemano. El juego es burdo: dizque las Farc nada tienen que ver con los secuestros y los desplazados, ni con la apropiación indebida de la tierra. Todos los colombianos queremos la reconciliación, si la misma fracasa ningún ciudadano volverá a creer en una paz negociada y entonces todas las energías y recursos de la Nación se enfilarían a derrotar a los subversivos, tal y como lo hicieron el resto de países de Hispanoamérica, sin excepción.