Lo más ominoso de la violencia en nuestro territorio ha sido en los campos, en donde la debilidad o ausencia del Estado, ha permitido que por más de medio siglo se perpetúen las matanzas y los crímenes de lesa humanidad, que degradan la calidad de vida de esas poblaciones al nivel de tiempos primitivos. En esas zonas periféricas la violación de los derechos humanos es una constante, allí de manera aberrante todos los derechos que consagra nuestra Constitución Política han sido conculcados, burlados, pisoteados. Por consecuencia de esa maquinaria de guerra en la que se explota a los campesinos de manera inmisericorde, les arrancan a los hijos menores de edad para reclutarlos y obligarlos a luchar como milicianos de la “revolución”, siendo más bien esclavos de la violencia, victimas de la violencia, que luego se convierten en verdaderos monstruos que cometen crímenes horrendos. Lo mismo que las mujeres esclavizadas y ultrajadas. Lo que contrasta con la vida en las ciudades en donde se dan ciertas garantías para el buen vivir, por lo menos en algunas zonas urbanas privilegiadas. En las que se dan ejemplos de vida civilizada, armonía social, y prevalece la cultura, se puede oír a los mejores intérpretes de la música clásica, visitar galerías, ir a la Universidad, leer a gusto; escribir y tener un diario discurrir similar al de las grandes y más avanzadas capitales del mundo civilizado.
Para devolver la paz a esas regiones martirizadas por la guerra se requiere restablecer el orden político y el orden social. Es evidente que en Colombia subsisten dos sociedades distintas, una en las selvas, laderas y campos donde no existe el imperio de la ley. Otra Colombia en las grandes urbes. Mientras no se logre erradicar la violencia y desbaratar la estructura del imperio del mal y de las fuerzas destructivas en el ámbito rural, no será posible consagrar la paz en el país. El matrimonio entre los violentos que dicen querer apoderarse del poder por la fuerza, la delincuencia común y el multimillonario negocio de los cultivos ilícitos desemboca en una alianza nefasta, que ha sido el caldo de cultivo de la compra de armas que impulsa la maquinaria de guerra subversiva que a diario ataca a la Fuerza Pública y cobra la vida de civiles inermes. La estructura de la violencia se derrota creando desarrollo, fomentando infraestructura y la comunicación en las zonas periféricas, elevando la cultura y creando fuentes de empleo y desarrollo digno en esas regiones.
La clase política colombiana lo sabe, entiende que la única fórmula posible para rescatar la periferia es apelar a la “moral y luces”; infraestructura y un gran proyecto nacional de planeación y crecimiento que unifique a Colombia socialmente, de lo contrario estamos condenados a vivir bajo la amenaza de otra nueva violencia, de la posible balcanización del país.
En la marcha por la paz en la que participó el Gobierno, diversas fuerzas políticas y los sectores de izquierda que en otros tiempos justificaban, apoyaban y exaltaban la lucha armada, se sumaron gentes traídas del campo, elementos de la periferia condenada al atraso y la miseria, pese a sobrevivir en las zonas mineras mas ricas del país. Eso es positivo, ellos deben saber que la sociedad colombiana está dispuesta a reconstruir los canales de convivencia. Que todos los colombianos queremos la paz, así se tengan diversas concepciones de cómo lograrla y hacerla efectiva y duradera. Queremos una paz digna, como lo ha repetido el presidente Juan Manuel Santos y lo reclama la sociedad. Es positivo que los colombianos principien a marchar por la paz, que se formen cadenas de solidaridad por la paz. Es hermoso y conmovedor que se repitan las marchas de paz, que tantas veces se han efectuado en el país, en ciudades como Medellín azotadas por la violencia. La paz no es de nadie y es de todos, es una conquista de la civilidad. Y por la paz se debe luchar todos los días, no se trata de un compromiso ocasional que derive en momentáneas ambiciones políticas.
Por la paz con honor, los jefes políticos, la clase dirigente, la burocracia, la empresa privada, la Universidad, la Academia y todos los colombianos debemos contribuir con nuestro grano de arena; esa sería la más grande conquista del siglo XXI.
La paz exige de los altos funcionarios un comportamiento ejemplar, no es dado por la paz, que se den espectáculos como el del Fiscal General retando al Procurador, por cuanto tiene una visión distinta del proceso y los límites u obstáculos que en una negociación no se pueden desconocer o quebrantar. La majestad de su cargo y de la magistratura que ostenta le obligan a respetar como el que más la separación de poderes; es absurdo e irresponsable que en nombre de la paz se anarquice más el país, ni permitir que los altos funcionarios se conviertan en agentes del caos.