* Vacío del Estado social de derecho
* Resultados de la intoxicación ideológica
La solicitud de la EPS Sura ante la Superintendencia del ramo para retirarse progresivamente del sistema de salud colombiano es apenas la confirmación de que “estamos presenciando la destrucción del mayor avance social del país en toda su historia”, como lo señaló, sin atenuantes, el gremio respectivo.
De esta manera, la pretensión del gobierno Petro de poner patas arriba un sistema que había logrado pasar, en las últimas tres décadas, de una cobertura del 23,5 por ciento a una del 99 por ciento se consuma con creces. De igual modo se va a pique un modelo que estaba catalogado en el rango superior de los índices mundiales, con base en una alianza público-privada que había mostrado resultados positivos en la atención, generalizada e igualitaria, de la población nacional. Estructura, asimismo, que hoy permanece en tal grado de incertidumbre que raya de forma temeraria en el incumplimiento de los deberes sociales del Estado.
No es, por supuesto, cosa de poca monta. En ese sentido, no existe duda alguna de que las autoridades están instituidas para asegurar el cumplimiento de aquellos deberes, para el caso, el de la salud. De hecho, al tenor de la Carta (arts. 2 y 49), podría decirse que se trata de un mandato vinculante tanto para el Estado como para los particulares en la misma proporción. De suyo, es un error pensar que el Estado social de derecho solo está cargo de los agentes oficiales. Inclusive, si se revisa el artículo primero de la Constitución es la propia Colombia la que se define como tal, fundada en la solidaridad de las personas que la integran. Por lo cual el Estado social de derecho compete a todos en cuanto a razón de ser del país entero.
En efecto, una de las causas por las cuales se dio curso al Estado social de derecho, en 1991, consistió en generar toda una estructuración que, en el caso en mención e incluso en un aprendizaje paulatino, logró consolidarse sin que ello supusiera dejar nunca al garete o en el vacío una responsabilidad de semejante envergadura. Para ello el establecimiento de las políticas conducentes a “la preservación de los servicios de salud por entidades privadas”, según reza el texto constitucional, siempre ha contado con la debida vigilancia y control estatales, pero sin demoler el sistema. De suyo, con ese fin se creó la Superintendencia del caso y, al mismo tiempo, son de conocimiento público los hechos en que la justicia ordinaria actúo y sancionó cuando hubo necesidad de hacerlo.
La consagración de las políticas del servicio de salud en manos de los particulares, al igual que otros servicios, exigía (y exige) que se llegara a puntos de encuentro entre el Estado y la iniciativa privada en virtud de llevarse a cabo, de forma conjunta y dentro de esa sinergia plausible, la función social compartida prescrita. Esto, a partir de una financiación adecuada, una administración eficaz, una planeación y control eficientes, un talento humano calificado, y ante todo una visión circunscrita a las realidades inmediatas. No así, desde luego, bajo la inadvertencia del ministerio frente al cambio en los ciclos de las patologías, políticas gubernamentales inapropiadas en el suministro de medicamentos, negligencia frente al costo resultante de las crisis sanitarias precedentes, ceguera ante el uso desbordado del servicio como secuela de lo anterior, todo lo cual, entre otros, llevó a que el gobierno se diera mañas en no actualizar debidamente y a tiempo el financiamiento soportado en la Unidad de Pago por Capitación (UPC).
En ese orden de ideas, era a todas luces obvio que el sistema se desplomaría por carencias financieras estatales inducidas a propósito de un gobierno embebido en tesis ideológicas anacrónicas y demostradamente indolentes frente al cumplimiento de los deberes sociales del Estado (una vez más, basta recordar el esperpento del ISS). No solo, entonces, el motivo del derrumbe del sistema fue una desfinanciación estructural, susceptible de arreglarse con sindéresis, diálogo y perseverancia, sino específicamente dirigida a eliminar el modelo y producir, a como diera lugar, el retiro de los actores privados que habían diligenciado el sistema con base en los criterios señalados de función social compartida. Y no porque fuera un “negocio”, sino por aglutinar la mayor cantidad posible de energías y recursos nacionales en los designios sociales para lo cual el Estado, por anticipado, se había demostrado incapaz y así tenía la oportunidad de remediar.
Ahora, la solicitud de la EPS Sura, al lado de la dramática situación que viven las demás, ya por intervenciones atropelladas, ya por otras solicitudes de retiro, ya por el trágico juego de dominó que sin aspaviento aduce la Casa de Nariño, ya por las amenazas e improvisaciones por doquier, es demostrativa de cómo se llevó hasta los extremos la animadversión gubernamental por la iniciativa privada. Además, sin siquiera poner de antemano a tono al Estado para cumplir con sus obligaciones primarias frente a millones y millones de colombianos en ascuas. Lo cual permite deducir que tampoco ese era el propósito, sino satisfacerse de un cometido político destinado a romper las vértebras de la alianza público-privada que en esta materia se había mantenido de patrimonio nacional. Y que, si bien susceptible de los ajustes necesarios a través de reformas concertadas, había producido resultados envidiables en la región latinoamericana.
Efectivamente, cuando la intoxicación ideológica prevalece ocurre el doloroso espectáculo en trámite, ante los ojos atónitos de los colombianos: la demolición del mayor avance social del país en toda su historia y el desplome irrefrenable del Estado social de derecho.