Hoy se firma el acuerdo de paz ajustado entre el gobierno Santos y las Farc, luego de la derrota del anterior como resultado del plebiscito, en el restaurado Teatro Colón de Bogotá. En esta ocasión ya no estarán los monarcas y presidentes que acompañaron el denegado “Acuerdo de Cartagena” y se tendrá como base la sobriedad del entorno capitalino, frente al Palacio de San Carlos.
Por un lado, el texto reajustado tiene la connotación de lo que pudo hacerse antes pero no se hizo fruto de no haber dialogado con los sectores opositores en el momento adecuado. Porque si el objetivo era introducir las dos o tres pequeñas reformas que se incluyeron, después del resultado negativo del plebiscito, pues podría haberse ahorrado mucho tiempo que se fue en parafernalia y una excesiva propensión internacional.
De hecho, si se hubiera llegado a un convenio previo entre Gobierno, opositores y Farc, en vez de meterse por la ruta polarizante del plebiscito, es probable que hace tiempo se hubiera dado el paso hacia la implementación.
Las realidades políticas fueron diferentes. Se desestimó de plano el consenso político, que debió darse hace muchos años y las herméticas conversaciones de La Habana terminaron sometidas al portazo democrático. La sorpresa, para la mayoría, fue mayúscula porque, a diferencia del Brexit o del triunfo de Trump, las encuestas mostraron un margen arrasador a favor del Sí. En los otros casos los sondeos, por el contrario, mostraban índices de diferencia entre el dos y el cuatro por ciento, evidenciando que podía pasar cualquier cosa.
Triunfante la negativa en la consulta popular se procedió, con sindéresis, a reformular el acuerdo a partir de las propuestas del No. El país alcanzó a vivir una ola de optimismo y pensó sinceramente en que, como estaba el escenario, se podía por fin lograr la anhelada concordia en un tema de semejante importancia. De hecho, los voceros del No hicieron su tarea e incluso aceptaron inmediatamente que el Gobierno llevara todas las riendas de la negociación, sin siquiera su presencia como observadores en La Habana.
Todo marchaba dentro de las normas de concordia establecidas y sobre la base de la buena fe de que podría sacarse avante un acuerdo consensuado. En principio se dieron marchas espontáneas estudiantiles pero luego se aprovechó el escenario por sectores altamente politizados. Al mismo tiempo se trató de dividir a los voceros caracterizados del No.
De repente, tras la primera ronda de re-negociación con las Farc, el Gobierno anunció intempestivamente, un fin de semana, que todo estaba negociado y sellado y que los voceros del No debían darse por bien servidos porque no se había podido hacer más de lo que se había logrado en la mesa de conversaciones de La Habana. De tal modo se abandonó la ruta del consenso político, flor de un día en más de un lustro de polarización.
Así, se perdió la oportunidad histórica de haber conseguido la mayor cantidad de voluntad política posible en torno a un propósito nacional que la necesitaba. Una cosa, para Colombia hubiera sido la firma hoy del acuerdo de paz con las Farc, respaldada por todos los expresidentes de nuestro país de testigos, así como de todas las fuerzas vivas de la nación, y otra es la re-polarización que finalmente se escogió como ruta patriótica. Es muy posible que, con un poco de paciencia y cintura política, no cosa más de dos semanas, se hubiera logrado, entre personas que sabían el altísimo nivel de circunstancias que se estaba jugando, una salida concordante con el resultado del plebiscito y congruente con una paz estable y duradera.
A partir de allí, de ese consenso político, se hubiera podido adelantar la política de Estado pedida por tantos sectores del país en torno a la paz. Perdida esa oportunidad histórica, la nueva realidad es el mismo eterno retorno: una paz divisiva.
Para la historia, claro está, permanece el resultado negativo del plebiscito, cuya plana no se enmendó debidamente y se redujo el escenario al mínimo posible. Para ello se confundió lo práctico, que es seguir el curso de las instituciones, con lo pragmático, que es conseguir un resultado así sea por los atajos.
De modo que inmediatamente después del Teatro Colón, en donde se firmará el pacto ajustado, los parlamentarios saldrán rápidamente para el Congreso a fin de organizar el tinglado de lo que se llama una citación para discusión de políticas y/o temas generales. Todo ello para cambiar el plebiscito o cualquier tipo de refrendación popular por una sesión secundaria en la que unos parlamentarios hagan unas observaciones a la política de paz del Gobierno. Esas observaciones serán en favor de sacar adelante el nuevo Acuerdo de Bogotá (antes de La Habana y de Cartagena) a través de la implementación y todo terminará con una proposición en la que se indique que con ella misma ha quedado automática e inéditamente refrendado el acuerdo, incluso sin tener facultades para ello. Las observaciones deberán presentarse hoy ante la Presidencia del Senado y esta citar a los ministros e invitar a los negociadores respectivos, para que el próximo martes se lleve a cabo el debate aparente que, como se dijo, termina con la votación y el aplauso respectivo. De tal modo se sustituyen así, con semejante procedimiento menor y de la democracia indirecta, los instrumentos mayores de la democracia directa, que son los de la participación ciudadana.
Lo que se pensaba, pues, que sería un acuerdo blindado bajo el consenso político, con absoluta seguridad jurídica, de carácter irreversible y con todas las credenciales constitucionales y, sobre todo, avalado por la ciudadanía, terminó en un acuerdo de paz, con fe de erratas, que lejos de unir, divide. Una falencia que ojalá se logre superar al inmediato plazo, como lo obliga el texto del acuerdo negociado.