- Deme más para ejecutar menos…
- Un Estado que naufraga en sus propios recursos
A raíz de la reforma tributaria, que con sus altas y bajas ya lleva más de un año de polémica, también es válido indagar por la otra cara de la moneda. Es decir, la eficiencia del Estado como responsable del gasto público. Porque al fin y al cabo de esto se trata: no solo de buscar la financiación, sino efectivamente de cumplir los compromisos adquiridos. Además, utilizando los recursos debida y oportunamente en los propósitos señalados.
En principio, el trance de reforma tributaria permanente que hace ya un tiempo vive Colombia desdice, por descontado, de un Estado con sus finanzas organizadas. No es posible para los ciudadanos y las empresas, para los inversionistas y los creadores de empleo, someterse a una cultura de imposiciones estatales continuas y amorfas, como ocurre tanto en lo nacional como en lo regional. Desde luego, nadie discute que el mecanismo idóneo para enfrentar la desigualdad social consiste, de modo primordial, en la distribución del ingreso. Pero ello ha de ejecutarse de una manera coherente, planeada, y no al pálpito intempestivo.
En ese sentido, la costumbre ya casi inveterada de una reforma tributaria cada dos años es abiertamente sintomática de una lesiva improvisación como fórmula política aceptable. Y es esa rutina anómala la que ha venido en buena medida fomentando una aguda crispación en el devenir del país, puesto que nadie sabe a ciencia cierta cuáles son las reglas del juego. De nada vale, entonces, haber adoptado la planeación obligatoria para el Estado e indicativa para la empresa privada, en los postulados constitucionales de 1991. Se trataba, precisamente, de abocar una práctica estatal asentada en la disciplina de los recursos, la transparencia de las ejecuciones públicas y la amplitud de las discusiones previas. Lo que a decir verdad hoy se pasa por la faja, de modo que la planeación no cumple con el espíritu de orden y concertación prohijados.
Pese a ello, es cierto que el país ha podido incrementar el gasto social por persona, más que duplicándolo desde el año 2000. De hecho, hoy en día no solo han mejorado ostensiblemente los indicadores de Desarrollo Humano colombianos, como acaba de demostrarse en el último informe de Naciones Unidas a propósito lanzado en Bogotá, sino que igualmente el índice de Gini ha dejado atrás y en alguna proporción los rubros que ponían a la nación entre los países más desiguales. Pero, como también habría que decirlo, en la actualidad lo que existe, en virtud del aumento poblacional de la clase media, es un cambio de perspectiva, una modificación de las aspiraciones y una aceleración de las demandas. A lo que el Estado colombiano debe responder en consonancia, puesto que de lo contrario corre el riesgo de ser desbordado y pasar a ser un actor inútil.
Es factible, bajo las condiciones vertiginosas de la democracia contemporánea, que exista una desconexión entre los mecanismos tradicionales de representación política y las exigencias ciudadanas. Probablemente hoy los partidos políticos no logran, no quieren o no han encontrado el modo de sintonizarse con sus electores a la velocidad de las circunstancias y quizás a la larga puedan resultar obsoletos en ese objetivo. Porque, en efecto, los partidos fueron concebidos en su origen como organismos de intermediación social con el Estado, pero hoy en día parecen suplantados en ese propósito por lo que hemos venido llamando la democracia en tiempo real.
En ese teatro, con o sin partidos políticos, es al Estado al que le toca responder. En el caso colombiano debe hacerlo ante las vicisitudes sociales provenientes del paro del pasado 21 de noviembre y las marchas concomitantes que derivaron en la denominada “conversación nacional”, en curso hasta marzo. Y es asimismo en este ejercicio, cuando en la agenda dispersa existen una gran cantidad de propuestas pendientes de recursos, dentro del cual puede hacerse una evaluación general al gasto público, como ha debido también contrastarse en los debates de la reforma tributaria.
Bajo tal óptica, muchos son los interrogantes ¿Por qué los seis billones de pesos de la venta de Isagén están congelados en una cuenta? ¿Cómo hay alrededor de $15 billones de las regalías también paralizados y sin uso? ¿Cuántos de los $78 billones en subsidios del presupuesto son presa de la corrupción por falta de focalización? ¿Son las tasas de retorno de las exenciones las mismas del turismo en la creación de empleo? ¿Cómo se van a utilizar los más de $10 billones de los sorpresivos excedentes de Ecopetrol y el Banco de la República?
Es muy posible que muchas de esas cuentas congeladas colaboren en bajar los índices del déficit fiscal. No así, claro está, en cuanto a mejorar las variables del déficit social. Es ahí, justamente, donde valdría un viraje. Porque mientras hay manga ancha en pedir impuestos, el Estado, en la otra cara de la moneda, parecería más bien estar naufragando en un mar de recursos. ¡Insólito!