Tres deben ser los elementos que se deben tener en cuenta a la hora de abordar el debate en torno de la reforma al Código Único Disciplinario que, contenido en la Ley 734 de 2002, contempla todo lo relativo a la forma de investigación, juzgamiento y sanción de los funcionarios públicos en Colombia o de aquellos particulares que por manejar asuntos o recursos oficiales de forma transitoria también quedan sometidos a dicha normatividad.
En primer lugar, que la discusión sobre cuáles deben ser los ajustes a la jurisdicción disciplinaria y al Código como su principal brazo ejecutor, tiene que separarse de la polémica coyuntural por lo sucedido con los fallos de destitución e inhabilidad de los exalcaldes Gustavo Petro y Alonso Salazar. Si bien se trata de dos casos de alto impacto público por la importancia de los cargos que desempeñaban, son apenas dos procesos dentro de los miles que anualmente llevan adelante el Ministerio Público y sus dependencias provinciales. Sería riesgoso, entonces, que la reforma al Código Único Disciplinario y a la estructura y jurisdicción de esta instancia de control terminen imbuidas en el desgastante tire y afloje entre quienes apoyan las decisiones que ha tomado la Procuraduría bajo el mandato de su actual titular y aquellos que las critican.
Es más, es evidente que existe desconocimiento en la opinión pública sobre la estructura jerárquica de esa entidad de control y qué instancias son las que proyectan los respectivos fallos, cuáles sus segundas instancias, cuántos los recursos que se pueden interponer y ante qué despachos. Esa confusión ha llevado a que muchos de los debates que se han generado en las últimas semanas estén sustentados en premisas falsas y señalando gratuitamente responsabilidades en niveles de decisión que no conocieron directamente tal o cual proceso ni tenían la potestad para direccionar las decisiones adoptadas.
Un segundo elemento que debe tenerse en cuenta al hablar de reformas a las facultades de la Procuraduría es la forma en que cualquier cambio que se adopte debe estar enmarcado en un escenario más grande y complejo: la reforma a la justicia. Por ejemplo, cuando se habla de que en materia de investigación de congresistas ésta le corresponda al ente de control y el juez disciplinario sea el Consejo de Estado, ya no sólo se está modificando una facultad de la Procuraduría sino que se trasladan funciones a una alta Corte. Igual ocurre con otras propuestas respecto a cómo procesar a otros funcionarios aforados. Por lo mismo no se puede perder de vista que cualquier cambio en las fronteras y facultades jurisdiccionales debe ser integral y coordinada en el marco de la reforma judicial que ya está de nuevo en estudios preliminares.
Y, por último, ya en lo que se refiere al Código en sí, hay temas que no se pueden tomar a la ligera ni mucho menos al calor de casos muy puntuales. Por ejemplo, modificar lo relativo a la graduación de las faltas disciplinarias, hoy clasificadas en leves, graves y gravísimas, con la correspondiente y proporcional sanción, no es un asunto menor. Hay expertos que consideran que el universo de las gravísimas, que conlleva los castigos más drásticos como destitución y largas inhabilidades para ocupar cargos públicos, debe ser morigerado. Ese es un debate que debe darse, pero sin perder de vista que así haya algunos casos que generan polémica, la mayoría de las sanciones adoptadas por la Procuraduría terminan siendo ratificadas en las instancias del contencioso-administrativo. Y tampoco se podría llegar al extremo de quitarle a la entidad la capacidad de investigar a los funcionarios de elección popular, pues se crearía así un rango de servidores oficiales sin ningún tipo de control ni vigilancia, lo cual sería un verdadero absurdo funcional en un Estado Social de Derecho como lo es Colombia.