- Toda la cautela frente a Corea del Norte
- Demócratas politizan estrategia internacional
Desde antes de arribar Donald Trump a la Presidencia de los Estados Unidos, tras derrotar en las primarias a los más duros y populares precandidatos republicanos, lo mismo que en los comicios generales a la aspirante demócrata, Hillary Clinton, ya advertía que la política exterior de la Casa Blanca estaba en crisis. El saliente mandatario Barack Obama, nublado por una estrategia de paz difusa pero que le valió un premio Nobel por sus intentos de mediación en el conflicto de Israel con sus vecinos árabes, en vez de defender con ardor los intereses de la potencia, se dedicó a brindar concesiones a los adversarios de su país, bajo la sugestión de que acabada la “Guerra fría” se debía actuar con mano blanda y esperar que las crisis internacionales se arreglaran solo con negociaciones y cesiones. Por ello ese gobierno prácticamente le garantizó a Cuba perpetuarse como dictadura comunista sobreviviente a la caída dela Unión Soviética y del muro de Berlín, sin que los Castro hiciesen la menor concesión en materia de apertura democrática y respeto a los derechos humanos.
Se recuerda que grandes rotativos y cadenas de televisión de Estados Unidos no se cansaban de aplaudir las concesiones de Obama, mientras la “Primavera árabe” y el radicalismo musulmán se extendían por distintas partes del mundo, borrando del mapa a varios aliados de la Casa Blanca. La geopolítica norteamericana bajo ese gobierno demócrata si bien fue aplaudida en el planeta, debilitó a la potencia. Semejante confusión en la política exterior no se veía desde la época de Carter. Y esa creciente debilidad la aprovecharon los contradictores y enemigos de Washington en todo el orbe, en particular en Asia, especialmente Irán y Corea del Norte.
Trump cambió de estrategia. Adoptó una posición más dura en defensa de los intereses de su país. No sólo redobló la presión a Irán para garantizar que abandone su programa nuclear, sino que incluso se ha reunido en dos ocasiones con el líder de Corea del Norte, Kim Jong Un, en busca de que el régimen comunista deje de ser una amenaza a la paz continental y mundial.
Precisamente esta semana, durante la cumbre en Hanói, se esperaba que dentro de la diplomacia personal que desarrolla Trump en el Asia y en particular frente a Corea del Norte, se dieran pasos en ese sentido, más allá del acto simbólico de firmar un acuerdo de paz por la guerra de décadas atrás. Pero no fue así. Para Washington es evidente que el régimen comunista continúa con sus desarrollos en materia nuclear y misilística. Un asunto grave, sobre todo en momentos en que Estados Unidos y Rusia tienen otro pulso por el cumplimiento de los tratados de desarme nuclear. Un ajedrez de fuerzas geopolíticas en el que pesa mucho la ‘guerra comercial’ y de influencia política entre Washington y China, principal mentor del gobierno de Corea del Norte.
Hoy es claro que más allá del conocimiento personal entre el presidente de Estados Unidos y el líder del régimen de Pyongyang, hay realidades que dificultan un acuerdo real, verificable y de amplio alcance. En primer lugar, la dinastía de Kim Jong Un mantiene más poder que las monarquías absolutistas de otros tiempos. De otro lado, es palpable que mientras Trump se dedica a mover los hilos geopolíticos, la oposición Demócrata en su país insiste en debilitarlo por cuenta de la supuesta intervención rusa en la última campaña presidencial. Fue palpable esta semana que los Demócratas en el Parlamento, con base en las polémicas confesiones del condenado exabogado del mandatario, pretendían mostrar al mundo un Presidente acotado y emproblemado. Los propios Republicanos denunciaron la maniobra de la oposición así como la estrategia del ex abogado de Trump de acusar sólo para ahorrar tiempo en prisión. La cumbre se realizó con este marco y es claro que, al final, afectó el entorno y la productividad de la misma por cuenta de un partido que actúa con ceguera política.
Así que tanto Trump como Kim Jong Un tenían múltiples motivos de desconfianza y encontraron la ruta para, por oportunidad y conveniencia política, postergar la firma de los acuerdos, sobre todo para la desnuclearización de la península asiática. No hubo derrota diplomática para ninguno de los dos. Solo que ninguno encontró una coyuntura favorable para sus intereses y decidieron, entonces, más tiempo para revisar las bases de nuevos acuerdos y avanzar dentro de las nuevas realidades geopolíticas. Mal habría sido que Trump hubiese firmado, bajo la presión de las circunstancias de política interna y externa, un acuerdo inconveniente para la Casa Blanca.
La geopolítica tiene sus propios tiempos. No se puede actuar apresuradamente y urge evitar contradicciones diplomáticas. Puede que a los Demócratas les interese, de forma irresponsable, politizar la política exterior de la Casa Blanca. Pero esta última ha preferido dar mensajes de cautela y pasos firmes probados.