- El fracaso patente del Estado
- El papa Francisco ante el Celam
La pequeñísima dimensión de la política colombiana ha quedado patentada, en éstas primeras horas pos visita de Francisco, en las glosas que se hacen de las frases de Su Santidad, y cuyo propósito es adecuarlas en función de cualquier tema, en particular de la paz, de modo que se busca que caigan como anillo al dedo para empoderar la tesis pensada de antemano por el escritor, inclusive antes del periplo apoteósico en que básicamente y como resultado el Santo Padre revivificó y estimuló el catolicismo colombiano hacia el futuro. En muchas ocasiones se deja de lado el contexto, inclusive cercenando el sentido de los párrafos del Pontífice, lo cual desdice, por supuesto, de la visión general que ha pretendido dejar el Santo Padre en la grey, disputada por tirios y troyanos. Pero sus palabras están dichas ante millones y millones de católicos que se volcaron a las calles, además de los no creyentes que tangencialmente las escucharon, de manera que se ha producido esa conexión, sin intermediarios. Hay pues y por decirlo así un “estado de opinión” directo entre el Papa y los colombianos, donde las interpretaciones y las apostillas sobran.
En efecto, para quienes han crecido en la fe católica y la han practicado desde siempre, Francisco no dijo nada diferente a lo ya sabido, fruto del dogma y la doctrina encarnada en los diez mandamientos. Pero todo ello dicho en sus palabras, a su manera extraordinaria y humilde, todavía resuena y seguirá resonando en los colombianos que verdaderamente lo consideren su máximo líder espiritual y no simplemente el más portentoso dirigente mundial, movilizador de multitudes, despojado del carácter místico y celestial que tiene como vicario de Cristo en la Tierra. Por fortuna el Papa, como era de suponerse en una persona de su jerarquía, sapiencia y altura, se sobrepuso a las menudencias de la politiquería y desde luego no se dejó manipular como un simple galardón para subir algunos puntos en las encuestas, dejar sentadas formulaciones académicas interesadas y autorreferenciales, o actuar de caja de resonancia a las ambiciones personalistas de otros.
Desde luego ya enseñó Francisco a no tragar entero, a no dejarse robar la alegría, a actuar a consciencia, a tratar de construir un nuevo país, a reconocerse en la vulnerabilidad, a ir a la Colombia profunda y esencial, a no dejarse obnubilar de algún modo por eso que algunos han dado en llamar la “memoria histórica” o la continua remembranza de la violencia y del conflicto como razón de ser colombiana. Por el contrario, su propósito fue salir de ahí, de buscar espacios de encuentro por supuesto diferentes, de sepultar las consignas del odio (por ejemplo la lucha de clases), de no caer en la seudo-justicia, de allanar la verdad sincera, de abrir el corazón hacia el viaje católico íntimo para cambiar el colectivo social desde una perspectiva donde prime el hombre en toda su dignidad y excelsitud.
No quiere decir, en lo absoluto, que el Papa no hubiera tocado temas políticos. Lo hizo, precisamente, ante el comité directivo del Celam, en una alocución poco traída a cuento en los medios. Allí sostuvo que los grandes desafíos de la América Latina, hablando para el laicado cristiano, están en sobre la mesa. Allí habló del auténtico desarrollo humano, de la consolidación de la democracia política y social, de la superación de la desigualdad, la pobreza endémica y la creación de prosperidad inclusiva, así como de un modelo económico sostenible.
En ese sentido, un país como Colombia tiene un índice de Gini anómalo y se mantienen las desigualdades sociales intactas, después de la prolongada bonanza petrolera de los años recientes. Pero asimismo en la nación se está produciendo un fenómeno que pone de presente la gran deficiencia del Estado al respecto. Colombia tiene, ciertamente, un rubro de desigualdad preocupante, pero al mismo tiempo es uno de los países del mundo con mayor carga tributaria, efectiva y pagada, inclusive a través de un IVA abrumador y totalmente regresivo. Es decir que, de un lado, el Estado tiene recursos gigantescos, incluso sufragando el hueco fiscal dejado por la deflación de los precios del petróleo, pero de otra parte el Estado es completamente ineficiente en llevar a cabo la redistribución del ingreso y mejorar las condiciones de igualdad social.
Esto quiere decir que al Estado colombiano, además de la corrupción, hay que ponerle lupa por su tamaño, costos, negligencia, lentitud, parasitismo y su incapacidad de adoptar políticas públicas que lleven al bien común y a generar una sociedad más homogénea. Buena parte del gasto público se va en mantener al Estado. Mientras tanto la desigualdad prospera, el pueblo y las empresas están asfixiadas de impuestos, y así, desde luego, no es factible llevar a cabo ningún programa social. A eso definitivamente hay que ponerle lupa.
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