Tras varias décadas de conflicto armado interno Colombia adelanta quizá el que se puede considerar como uno de los retos más importantes de toda su historia: la reparación a las víctimas de la violencia. Un reto que tiene, además, una complejidad mayúscula pues dicho proceso opera cuando aún la guerra está vigente, pues si bien se avanza en un proceso de negociación de paz con las Farc, desde el comienzo el Gobierno impuso la condición de que las tratativas se llevarían a cabo sin que mediase un cese de hostilidades.
En ese orden de ideas y dentro de un marco circunstancial sui generis terminan siendo alentadoras las cifras de un proceso que comenzó en este mandato presidencial, con la presentación y aprobación de la respectiva ley en su primer año, tras lo cual vino el período de la respectiva reglamentación y el montaje, nada fácil por cierto, de la institucionalidad requerida para echar a andar el Sistema Nacional de Atención y Reparación Integral a las Víctimas, que, léase bien, comprende esfuerzos cruzados de 40 entidades. Y todo ello debió hacerse en menos de dos años, pues sólo corrido un trecho de 2013 se terminó ese andamiaje interinstitucional y arrancó en firme la implementación del grueso de la ley.
Visto lo anterior, el haber reparado ya a más de 350 mil víctimas, con un costo alrededor de los 2,2 billones de pesos, es un logro sustantivo, más aún si son más de de seis millones de personas las que están en los registros del Sistema. En cuanto a la devolución de tierras a quienes fueron desplazados y despojados por los violentos, se tiene que 1.573 personas han materializado ya su derecho a la restitución sobre un total de 877 predios. No se puede perder de vista que el horizonte de la ley es de diez años y que el presupuesto es billonario a corto, mediano y largo plazos.
De allí que algunas de las críticas que se han escuchado contra este proceso deben ser examinadas con cabeza fría. Entendible, cómo no, la ansiedad que tienen las víctimas por acceder a las indemnizaciones y reparaciones correspondientes. Su dolor y la huella imborrable que la violencia guerrillera y paramilitar dejaron en sus vidas y las de sus familias, hacen injusto replicar sus quejas. A lo sumo lo único que se les puede pedir es un poco más de paciencia, pues si bien los afectados por la guerra son la prioridad, bien lo decía ayer el propio presidente Santos “el Estado no tiene capacidad para atender a todas las víctimas al mismo tiempo”. Sin embargo, es claro que el Estado es a quien le corresponde hundir el acelerador y acortar lo más posible los trámites para que se concreten las reparaciones.
Pero no ocurre lo mismo con las críticas a la restitución de tierras, pues si bien el número de sentencias a favor de los despojados es bajo, no se puede perder de vista que se trata de procesos judiciales en los que las formalidades no se pueden obviar. Todo lo contrario, cada expediente debe ser blindado para que los testaferros y tenedores ilegales de predios no puedan, a punta de leguleyadas y argucias jurídicas, trabar los procesos y dilatar la devolución de las millones de hectáreas a sus legítimos dueños.
En cuanto a los sectores que fustigan a las autoridades por los crecientes casos de amenazas y asesinatos a los reclamantes de tierras, es claro que tienen razón. Cada muerte, cada desistimiento de una de las víctimas producto de presiones y amenazas es una mácula en este complejo proceso. Es evidente que los enemigos son muy poderosos y de extrema criminalidad, por lo que el Estado debe aumentar sus acciones para neutralizarlos. Si ello no ocurre, mucho de lo avanzado en reparación a las víctimas podría truncarse.