- Entre los conceptos y las emociones
- La deuda histórica del Congreso
Hace 30 años, por estas épocas de mayo a julio, se desencadenó el proceso constituyente que llevó a la nueva Carta de 1991 y que sin duda alguna es el hecho político por excelencia en el acontecer colombiano de las últimas décadas.
No fue, desde luego, un proceso fácil, pero nunca como en esa etapa relativamente corta y apasionante el país pudo demostrar que tenía vocación de futuro cuando, por el contrario, no parecía haber luz en lontananza. Es probable que a ello se llegara de una manera paradójica, sin seguir una línea recta y un poco bajo la égida del ensayo y el error, pero asimismo es válido decir que, como por cierto muy pocas veces en la historia de la nación colombiana, la política actúo de catalizadora de los anhelos represados y sirvió para cambiar el panorama melancólico en que llevaba sumido el país por años.
En efecto, como la política bien entendida es ante todo un factor de esperanza se obtuvo, al aplicarla en esa dirección, un torrente de optimismo. De hecho, es posible que, de no haberse dado esa apertura, inclusive un poco a las volandas y en buena medida con fórceps, no se hubiera cambiado la plataforma institucional que puso a Colombia a tono con los tiempos contemporáneos.
No quiere decir, para el siempre telúrico caso colombiano, que la idea no estuviera rodeada de peligros. De hecho, el territorio nacional venía sacudido con el asesinato y secuestro de candidatos presidenciales y de una escabrosa situación narcoterrorista que se mantuvo, a través de diferentes acciones, y de hecho todavía se mantiene en sus múltiples facetas camaleónicas. Pero como bien lo decía el presidente de entonces, César Gaviria, “o uno mueve a este país o este país lo mueve a uno”. Si bien entonces se bautizó esa actividad necesaria con el mal nombre de “revolcón”, sin embargo, la dinámica surgida de los acontecimientos logró sobreponerse a esas pretensiones de por sí pequeñas, como el mismo término lo indica, y surgió una gigantesca cantidad de voluntad política que desembocó en el único consenso constitucional de la historia colombiana.
Para ello lo indispensable consistió en entender que en democracia muchas veces vale más perseguir conjuntamente un propósito nacional que mantenerse ensimismado en la polarización infértil. Por supuesto, eso en apariencia tan sencillo se deja de lado, en la mayoría de ocasiones, porque el consenso exige un ejercicio dialéctico superior mientras que crecerse en el divisionismo solo requiere de algunas frases efectistas. Lo primero es, por tanto, producto de los conceptos y el raciocinio, mientras que lo segundo pertenece más bien a la órbita de lo emocional y punzante, que es el fermento que muchos políticos colombianos prefieren.
Pero entre mayo y julio de 1990, no sólo los jóvenes reclamaron el cambio como parte del resultado informal de la séptima papeleta, sino que la Corte Suprema de Justicia aceptó que, por decreto de Estado de Sitio, se procediera a contabilizar oficialmente la posibilidad de convocar a una Asamblea Constitucional, en la jornada de las elecciones presidenciales de entonces. Así se hizo, luego de una estrecha votación en ese organismo, pero en todo caso, con base en una jurisprudencia atinente al plebiscito de 1957 y la corporación dejó establecido: “Cuando la nación en ejercicio de su poder soberano e inalienable decide pronunciarse sobre el estatuto constitucional que habrá de regir sus destinos, no está ni puede estar sometida a la normalidad jurídica que antecede a su decisión”.
Después César Gaviria, de presidente electo, convocó el 22 de julio a sus recientes contendores para sentar las bases de la Asamblea Constitucional, con un temario sobre muchas de las reformas bloqueadas hasta ese momento. Más adelante la misma Corte quitó los límites y le dio paso a una Asamblea Nacional Constituyente.
Ese, en suma, fue el proceso político en sus diversos flancos que se desató a finales del gobierno de Virgilio Barco, lo siguió César Gaviria y tuvo como uno de sus protagonistas esenciales a Ávaro Gómez Hurtado, cuya insistencia en las reformas no había encontrado salida favorable en los lustros antecedentes y que se convirtieron, en buena medida, en eje central de la nueva Constitución.
Pero ese proceso iniciado por los jóvenes nunca terminó porque el Congreso, al que se le delegó muchos de los desarrollos constitucionales, ha sido inferior, en estos 30 años, a ese cometido. Sin duda, el país necesita recuperar los conceptos en vez de hacer naufragar las legislaturas en un mar de vicisitudes emocionales que no hacen más que profundizar la melancolía y cerrar cualquier posibilidad a un mínimo de optimismo a que se tiene derecho, aún en medio de la honda crisis sanitaria que se vive. Avizorar el futuro es una responsabilidad de aquí y ahora. En ese orden de ideas, la Constitución de 1991 todavía permanece de alguna manera en obra gris. Sería, por tanto, una revolución volver por sus fueros.