Las imágenes que a diario nos muestran la prensa de menores de edad capturados por infringir la ley se han vuelto, lamentablemente, una situación cada vez más frecuente y cotidiana. Incluso, la capacidad de sorpresa de la ciudadanía frente a lo que está pasando con los miles de niños y jóvenes que terminan en actitudes delincuenciales, es cada día menor.
Es más, ya es común el modus operandi de muchas bandas de narcotráfico y sicariato que utilizan a menores de edad como autores materiales de sus delitos, a sabiendas que por ser inimputables pueden quedar en libertad en pocos años y no se exponen a las largas condenas que, si fueran adultos, recibirían por delitos tan graves como homicidios, extorsiones, secuestros, violaciones, inducción a la prostitución, hurto agravado y otros. Las víctimas de estos delincuentes juveniles consideran que deben ser juzgados como mayores de edad y que unas condenas drásticas y ejemplificantes servirán como medida disuasiva para que no sigan siendo utilizados por los adultos para cometer un sinnúmero de delitos.
Tanto el Congreso como el Gobierno han realizado modificaciones a la ley con el fin de aumentar esas penas a los menores, pero sin caer en los extremos y drasticidad que piden las víctimas de esos menores infractores. El Código de Infancia y Adolescencia también sufrió modificaciones, por ejemplo para aquellos menores que estén entre los catorce y dieciocho años que cometan delitos agravados como homicidio doloso, secuestro o extorsión, las penas alcanzarían hasta los ocho años.
Los sociólogos y expertos que han estudiado las causas de este pico en la delincuencia juvenil sostienen que la solución no está en castigar con más cárcel a los infractores, en gran parte porque éstos también resultan ser, en un plano más profundo, también víctimas. Para sustentar sus tesis aducen que las investigaciones sobre las circunstancias que han llevado a muchos niños y adolescentes a violar la ley terminan coincidiendo en que éstos provienen de hogares disfuncionales, de precarias condiciones económicas, pocas oportunidades para progresar y círculos sociales y barriales que se caracterizan por la débil presencia del Estado, la primacía de la ley del más fuerte y organizaciones criminales que terminan representando un estatus quo que los menores quieren imitar rápidamente. El fenómeno del pandillismo y los llamados “combos” terminan así enquistándose en muchos sectores suburbanos de ciudades y municipios, creando así un caldo de cultivo para que los menores pronto pasen de la vagancia y la drogadicción a la delincuencia.
En otro lado de la moneda está el hecho cierto de que los sitios especiales de reclusión de los menores infractores han evidenciado fuertes falencias, que van desde un deficiente programa de resocialización del delincuente juvenil, hasta condiciones de seguridad muy bajas que permiten constantes fugas y otras anomalías.
Como se dijo, no es fácil para Colombia o cualquier otro país afrontar este fenómeno de la delincuencia juvenil. Sin embargo, cada día es más urgente que se adopten medidas de mayor eficacia para atacar este flagelo. Las autoridades y la ciudadanía no pueden asistir pasivas a que los jóvenes sigan cayendo en la ilegalidad. ¿Cuáles medidas? Corresponderá a los expertos definir la hoja de ruta.