Que el ministro presente la ley
Acogerse a los dictámenes democráticos
Existe la idea en algunos sectores de que una sociedad soportada exclusivamente en los derechos es la que proporciona la mayor cantidad de felicidad posible. O tal vez no eso, porque la felicidad al estilo de los propósitos de la Ilustración ya no parece el tema central de las ideas, sino el hecho de que las leyes, hechas por los hombres, deben preponderar sobre cualquier otro mecanismo como reguladoras exclusivas y excluyentes de la sociedad.
Todo, pues, se reduce a los derechos, mejor dicho al positivismo decimonónico llevado al extremo en el que, precisamente, otros elementos, como la cultura, la mística, los deberes o el simple urbanismo, son episodios menores del devenir humano. Y en ello, por supuesto, no es el acumulado histórico lo que cuenta, sino el vanguardismo, es decir, estar a la altura de la presunta aceleración de la humanidad, sin importar el norte. De hecho, si la época de la Ilustración consistió en que el ser humano pudiera apropiarse de su destino, lo que en su momento generó una apertura en las fronteras mentales, ahora la clave está, no en ser ilustrados o tener una mayor comprensión del mundo, sino en que pueda disponerse, aparte de quien nace o no nace, de la propia vida, hasta incluso usar el supuesto derecho a morir “dignamente” o la llamada eutanasia.
Esa reducción de cuanto acontece al ser humano a la esfera netamente jurídica, dentro de una red sistémica con pretensiones totalizantes, es, a no dudarlo, una manera de ver la vida. Y si se trata de ello, en el caso específico de la eutanasia, pues no quedaría escenario diferente al lugar donde precisamente se hacen las leyes: el Congreso. Porque, desde luego, no es válido, mucho menos en los tiempos actuales, que sea, por ejemplo, la Corte Constitucional la que dictamine a diestra y siniestra, sin leyes previas, cuáles son las conductas sociales a seguir. Una cosa, ciertamente, es interpretar lo que dice la Constitución y muy otra emitir órdenes, cogobernar y legislar a nombre de una potestad que no se tiene.
De modo que en estricto sentido democrático corresponde al Parlamento, como debe ser, la regulación social a través de la legislación. En parte constitucional alguna, por lo menos en Colombia, ello está referido a otra institución y como máximo el Congreso puede desprenderse, por vía de la democracia participativa, de su iniciativa legislativa para que a través de referendos, constituyentes o delegaciones de tal índole sea el pueblo el que termine decidiendo. Pero en ningún caso el Parlamento puede ser sustituido, salvo que se entre en una dictadura, en este caso de los jueces.
Hay gente, como se dijo, que piensa que en la medida en que exista una mayor cantidad de derechos habrá mucha mayor cantidad de civilización. Quién sabe de dónde sale este formulismo, sin siquiera la equivalencia con los deberes. Pero sobre todo existe la idea en tal sector de que el ser humano, al disponer de la propia vida, es mucho más íntegro, más capaz y que solo le falta eso para su verdadero perfeccionamiento. Sea lo que sea, semejante debate no puede ser resuelto simplemente porque así lo decidió alguna sentencia. Es, por el contrario, un fallo que pide llevar el caso (la eutanasia) al Congreso y, de no estudiarlo allí en un plazo determinado, entonces de una vez obligan al ministro de turno a proceder tal y como la sentencia dicta bajo criterios vinculantes derivados de competencias no claras.
Ese ministro, que no se debe a la Corte Constitucional sino al Presidente de la República, si se guardan las jerarquías democráticas, puede proceder en el sentido que le dictan desde afuera o, más bien, presentar el proyecto de ley al Congreso. Y esta última, precisamente, debería ser la vía democrática: que el mayor cuerpo representativo del país determine si en Colombia ha de haber eutanasia u otros derechos que pide la Corte discutir. De manera que no solo nosotros, sino el Congreso, están a la espera de que el ministro presente la ley de eutanasia. O seguir con las resoluciones a espaldas de las mayorías constitucionales.