El deterioro de la política, como actividad intelectual, se ha puesto de presente de manera superlativa en la contienda entre Donald Trump y Hillary Clinton, en el transcurso de la campaña presidencial de los Estados Unidos. Es, desde luego, un síntoma preocupante por cuanto se pensaba que la política, además de servicio público, era la orientación de las ideas y la puesta en marcha de una manera de ver la vida. Es decir una proyección ideológica en la que, además de los principios y los valores, se debía tener en cuenta tanto los conceptos como los programas.
En la campaña de los Estados Unidos ha sucedido exactamente lo contrario. En medio de la catapulta de las redes sociales, de la pérdida de neutralidad de los medios de comunicación, de la participación desmedida de los agentes del Estado, incluido el Presidente de la República, las ideas se perdieron y se dio una relevancia inusitada al sexismo, de una y otra parte, tomándose en buena proporción los chismes y la farándula la justa electoral.
Esa ha sido la nota relevante en una campaña, por lo demás, para el olvido, pero que en todo caso es sintomática de todo cuanto está aconteciendo con la política. Basta con mirar, en estos días, que la fórmula en el tiquete vicepresidencial de Daniel Ortega, en Nicaragua, es su esposa, quien es bastante reconocida en el país centroamericano. De modo que, prácticamente como en las monarquías, ahora las parejas comparten el poder y las sábanas.
Fue así, ciertamente, desde que la propia Hillary Clinton hizo las veces de una Primera Dama, en funciones semipresidenciales, cuando Bill Clinton ejercía de primer mandatario norteamericano. Ya están más que sabidos los escándalos de entonces, pero hoy se le cobra a ella haber hecho prevalecer sus ambiciones de poder sobre las conductas de su esposo, no obstante luego desarrollar una importante carrera burocrática en el Senado, por Nueva York, y pasar a la Secretaría de Estado de Barack Obama.
Frente a ello, a Donald Trump, encarnando al Partido Republicano, se le han destapado también varias circunstancias. De hecho, es lamentable consignar cómo durante los debates televisados, dentro del público presente, las campañas llevaron protagonistas y acusadores de los escándalos de uno y otro lado. Y eso fue en buena parte lo que se tomó las noticias.
Así las cosas, se ha dado el caso, en estas elecciones presidenciales, de dos candidatos con la más alta resistencia en la historia de los Estados Unidos. Clinton por las acusaciones de corrupción y de haber ejercido influencias en su favor, incluso en casos desde que era la cónyuge de Bill Clinton en la gobernación de Arkansas. De ahí para acá, a no dudarlo, Hillary se ha visto envuelta en episodios no siempre explicados. Los últimos por los influjos millonarios en favor de su fundación y, aún más grave, los grandes secretos de estado de su país, que llevaba en su móvil privado, desde luego contraviniendo todas las normas de seguridad nacional al respecto. Precisamente, en estos días, su bajonazo en las encuestas se debe a la investigación abierta por el FBI al respecto.
De otra parte está la estrategia de vértigo de un magnate como Donald Trump, que no ha hecho más sino enlodarlo todo, inclusive desestimando a las mujeres y llevando al tope el racismo. Las frases salidas de tono, de ambos candidatos, han estado a la orden del día y han sido de la esencia de esta campaña imbuida en las reservas de la ciudadanía sobre los dos aspirantes.
Aun así, en semejante fuego cruzado, la estrategia de Clinton, patrocinada por el presidente Obama, ha sido la de relievar que Trump no tiene las habilidades mentales ni el temperamento para conducir a la primera potencia del mundo. De su parte, el aspirante republicano ha hecho énfasis en la sombra de corrupción de la candidata demócrata y, a no dudarlo, ha generado un hálito de desconfianza en torno a todo lo que signifique Hillary Clinton.
Lo trascendental, sin embargo, se mantiene en el trasfondo: de un lado está la visión cosmopolita, el libre mercado, las ideas liberales y la corrección política en torno del curso de los últimos tiempos, desde la Segunda Guerra Mundial, encarnada en Clinton. De otro lado, está el nacionalismo, el propósito de representar a los que no tienen voz, en particular los blancos de la clase media y baja norteamericana, y de proteger la iniciativa privada de la globalización, que simboliza Donald Trump.
Esa es la tensión, precisamente, que está a punto de definirse en los Estados Unidos. Si volver al aislacionismo previo de la Segunda Guerra Mundial, que era el talante normal del país norteamericano antes de Pearl Harbor, o si seguir siendo el ‘policía del mundo’, el abanderado del libre comercio y del sistema político, conocido en los últimos tiempos, a partir de un capitalismo entreverado en la democracia.
No es, pues, cosa de poca monta, en medio de la neblina que se ha formado en la campaña presidencial. Trump ha prometido rebajar los impuestos, dedicar el Estado a la inversión interna y cobrar al exterior los servicios de los Estados Unidos, incluido el de la seguridad, refiérase ello a las tropas que están en Europa o en cualquier otra parte del mundo. Clinton, a su turno, se inclina por mantener la ruta de Barack Obama, quien ha tenido más bien una presidencia plácida frente a otras tan impactantes en ese país, comenzando por la de George Bush Jr.
Como están las cosas, si gana Hillary Clinton, los Estados Unidos podrían estar ad portas de un nuevo “Watergate”, tal vez con mayor profundidad. Si a Richard Nixon se le procesó, con el perdón posterior de Gerald Ford, sobre la base de una incursión en dos cuarteles políticos del Partido Demócrata en medio de su reelección, puede ser incluso peor saber las filtraciones inadvertidas que, de antemano, ya tiene el FBI sobre Hillary Clinton y los secretos de Estado. Esperarían, claro está, los demócratas que con la victoria ello no llegara a mayores.
Si gana Donald Trump, por el contrario, serán los demócratas los que intentarán hacerle la vida imposible. De hecho, hasta el momento, el magnate no ha presentado las declaraciones de renta, sino apenas barnices de su patrimonio, que muestra como exitosísimo, pero en ese caso podría ser acusado de evasión, que en los Estados Unidos tiene cárcel.
No es bueno, pues, el panorama en la primera potencia del mundo. Pero más allá de ello, lo que se demuestra es un franco deterioro de la política y una admonición de que ella ha cambiado de una vez y para siempre.