EN fechas oscuras como la de hoy, en la que se recuerda un crimen cobarde, abominable y nefando, como el vil magnicidio de Álvaro Gómez, su historia, su notable capacidad dialéctica y la forma de entender la política, como su figura se agiganta y aflora a la mente la pregunta: ¿quién ordenó el crimen? ¿A quien mortificaba el discurso de Álvaro Gómez? ¿De donde partió la orden y cuáles eran los tentáculos del Régimen amorfo, que él intentaba desenmascarar y mostrar al público? ¿Cuantos los secuaces y los asesinos? Esas respuestas las debieran absolver hace años las autoridades judiciales, la Fiscalía, los jueces, que es a quienes compete, quienes tienen el deber de investigar, judicializar, encontrar la verdad y juzgar. Un sistema incapaz de esclarecer un crimen como el de Álvaro Gómez es un fiasco.
La impunidad, para vergüenza de Colombia, ha sido constante en conjuras como las que se han forjado a lo largo de la historia contra el Mariscal Antonio José de Sucre, D. Julio Arboleda y Álvaro Gómez, por coincidencia conservadores. Tres dirigentes providenciales. Los tres unidos por el sentimiento de grandeza y de servicio a la sociedad, que los convertía en blanco de quienes suelen abusar del poder y deslizar sus sucias garras por el Tesoro Público. Esa insobornable voluntad de servir a la Patria que singulariza a seres de la inteligencia y talla moral excepcional, es una afrenta para las raposas enquistadas en el Régimen, en la sórdida concupiscencia y las solidaridades mezquinas.
¿Y qué pasa en los medios judiciales? Varios de los investigadores, de los valiosos funcionarios que intentan esclarecer el horrible crimen han sido amenazados, destituidos, perseguidos o eliminados. Cada tanto, en coincidencia con estas fechas, se anuncia que avanzan en la investigación; de improviso se cambia al funcionario. Quien lo sustituye sostiene que la investigación estaba intoxicada con pistas falsas, testimonios amañados, manipulaciones y diligencias infructuosas. Y, finalmente, se repite la trama de siempre, crecen las telarañas en los expedientes que duermen en las gavetas burocráticas.
¿Qué clase de sangre corre por las venas de los íncubos del crimen para acallar al mayor crítico del Régimen en el siglo XX, tan solo comparable a la dura lucha que desde el otro extremo político hizo contra la quiebra moral del sistema, el caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán? Con la diferencia de que Gaitán era un orador de multitudes, que con pasión irreverente se dirigía a los sentimientos y los hígados del pueblo. Mientras el jefe conservador solía hablar en tono académico, mesurado, mirando de frente a su interlocutor con sus brillantes y escrutadores ojos; en tanto escogía cuidadosamente las palabras, los términos, para intentar de manera inusual y acaso impolítica, como Sócrates, despertar la curiosidad intelectual en procura de despertar, persuadir, convencer y convocar al cambio. Era su obsesión. Cada cierto tiempo sentía que la política se empequeñecía, envilecía y reducía a los intereses privados y las pequeñas ambiciones de los politiqueros y los burócratas de turno. La metodología de Gaitán era distinta, como corresponde a un populista admirador de Mussolini, les inculcaba a las masas hipnotizadas por su verbo el odio contra las oligarquías, contra la plutocracia, contra los que denominaba vende patrias. Álvaro, como conservador, buscaba el consenso, la suma de voluntades por la vía de la razón, una de las empresas más complejas en un país donde las gentes suelen ser en extremo apasionadas, esquivas a la reflexión; con astutos políticos expertos en la carpintería, los cálculos electorales y la forma de ordeñar el Estado, que ni siquiera se han preguntado alguna vez qué significa servir a Colombia. Ambos dirigentes políticos eran un obstáculo para el Régimen, ambos fueron eliminados sin piedad, con la finalidad de impedir que llegaran a la Primera Magistratura.
Siguen vigentes las tesis de Álvaro, cada cierto tiempo salen los políticos a repetir mecánicamente eso del “acuerdo sobre lo fundamental”, sin percatarse de que ninguna acuerdo prosperará en tanto persista la coyunda nefasta del Régimen.
¿Qué diferenciaba a Álvaro Gómez de la comunidad política del país, con la que sostuvo numerosos debates y polémicas, hizo campañas, alianzas o los confrontó en el Congreso, incluso a los conservadores, a lo largo de su dilatada vida pública? Unos dicen que el talante, la sorprendente y cautivante capacidad de movilizar ideas, propuestas y debatirlas en todos los foros y defenderlas en El Siglo. En realidad, lo que lo singularizaba y exalta su memoria en el tiempo es un cierto sentido cesarista y vocación de grandeza.