- Disidencias, un problema de marca mayor
- Tres falencias del accidentado acuerdo de paz
Son tres las características básicas que debe tener una política de posconflicto en cualquier país que firme un acuerdo para la solución negociada de una confrontación armada interna. La primera, asegurarse de que todos los actores armados ilegales que existan en el territorio se desmovilicen efectivamente y que aquellas facciones residuales que no acepten dicha ruta sean debidamente neutralizadas a corto plazo. En segundo lugar, que el Estado a través de sus estamentos militares y policiales entre a tomar control permanente y eficaz de las zonas en donde operaban los grupos reinsertados para evitar así un reciclaje de la violencia por parte de los disidentes, otras organizaciones subversivas que no hicieron parte de las tratativas de paz así como distintos fenómenos de delincuencia organizada o común que, como se dice popularmente, quieran ‘pescar en río revuelto’. Y, por último, que la institucionalidad, haciendo todo el uso legítimo de la fuerza y la preeminencia de la autoridad, pueda asegurar para el Estado el monopolio absoluto de las armas.
Si esas tres premisas se aplican a la evolución accidentada de la negociación de paz entre el gobierno Santos y las Farc es fácil concluir que ninguna se cumplió a cabalidad. En cuanto a desmovilizar o reducir por la fuerza a todos los actores armados ilegales, o al menos a las guerrillas, es evidente que entre un diez o quince por ciento de la facción que firmó el pacto de La Habana se apartó del proceso y siguió en el monte, al tiempo que el Eln continuó operando en todo el país, asociados unos y otros con las bandas criminales emergentes (derivadas de los paramilitares no desmovilizados en el mandato Uribe o reincidentes) así como con los carteles del narcotráfico locales y mexicanos. Sobre la segunda condición, está más que diagnosticado que las Fuerzas Militares, la Policía y demás organismos de seguridad estatal fallaron en retomar el control de las áreas de donde salieron los más de seis hombres-arma de las Farc que se desmovilizaron, dando lugar a que el Eln, las Bacrim y las organizaciones narcotraficantes entraran a competir por adueñarse de todo el espectro criminal local y regional en materia de narcocultivos, microtráfico, minería ilegal, contrabando de armas, secuestro, extorsión, préstamos ‘gota a gota’ y otros fenómenos criminales de menor espectro. Y, por último, está probado que el volumen de los arsenales bélicos que continúan en manos de las facciones delictivas es todavía muy grande, razón por la cual la entrega de armas por parte de las Farc tuvo un impacto menor al esperado en cuanto a disminución de picos de violencia.
Visto todo lo anterior, es palpable que el acuerdo de paz firmado con las Farc no sólo dividió al país, sino que fue claramente ineficiente, ya sea por la debilidad estatal en la mesa de negociaciones para exigir y conseguir un completo desarme de esa guerrilla, o porque el Estado no supo reaccionar a tiempo al fenómeno de las disidencias subversivas. Hubo un evidente subdimensionamiento de este riesgo, al punto que se creyó inicialmente que no serían más de 200 o 300 hombres-arma y unos pocos mandos medios los que se apartaron de la negociación. Sin embargo, con el pasar de los meses -y con el silencio casi cómplice de la cúpula desmovilizada- esos grupos residuales no sólo se evidenciaron como más numerosos, sino que sus cabecillas resultaron ser los ‘capos’ que manejaban los frentes más activos en materia de narcotráfico. Hoy, un año y medio después de firmado el acuerdo de paz del Colón, no se sabe a ciencia cierta cuántos son los disidentes. Se habla de ochocientos, un millar o incluso dos mil efectivos o más, especialmente en Caquetá, Guaviare, Nariño y Putumayo. También es claro que han crecido en número y capacidad bélica al amparo del auge histórico de los narcocultivos, que desde 2013 a hoy pasaron de 43 mil a 209 mil hectáreas, poniendo de presente el fracaso de la estrategia antidroga de este gobierno. Y ahora el país se impacta con la noticia -ya advertida de tiempo atrás- de que esas facciones desertoras de las Farc están en un plan de unificación para “refundar” esa guerrilla, y para ello no sólo estarían en una agresiva estrategia de compra de armas y reclutamiento forzado, sino que aspiran a tener más de ocho mil efectivos antes de terminar 2019. En otras palabras, más peligrosas que el grueso de la facción desarmada y reinsertada apenas un año atrás.
Aunque la Fuerza Pública ha asestado duros golpes a las disidencias, es claro que estas se convirtieron ya en el principal problema de orden público en el país. Un problema que, como se dijo al comienzo, no es un fenómeno delincuencial nuevo, sino una consecuencia de un acuerdo de paz accidentado, insuficiente y que incumplió peligrosamente las tres premisas básicas para concretar una etapa real de posconflicto.