* Galán, aquí y ahora
* Votar por el orden y la libertad
Tiene hoy la democracia colombiana uno de los grandes retos de los últimos tiempos. Se trata de escoger en las urnas a quienes habrán de reemplazar a los alcaldes y gobernadores que hubieron de enfrentar algunos hechos inéditos en los últimos cuatro años.
El primero de ellos, por supuesto, la pandemia del coronavirus, que no solo llevó a una crisis sanitaria y una mortalidad sin precedentes, en el país, sino a las secuelas económicas y el impacto derivado de las rígidas cuarentenas que tuvieron que disponerse mientras que, por fortuna, la ciencia mundial logró conseguir un antídoto eficaz mucho antes del tiempo promedio previsto a los efectos.
A decir verdad, no siempre, entre los mandatarios locales, hubo la debida solidaridad con las directrices nacionales para enfrentar la intempestiva crisis sanitaria. Inclusive se presentaron agudas dudas en torno de la estrategia para conseguir, entre otros, los biológicos correspondientes y proceder a la vacunación que permitió el salvamento de miles y miles de vidas. De hecho, en ciertas ocasiones el gobierno nacional fue motivo de burlas, desde ciertos escalafones municipales y regionales, y poco se creyó que pudiera cumplir con la importación de las vacunas, tal y como lo había prometido. Y llevó a cabo.
En otras oportunidades las críticas no se hicieron esperar porque el primer mandatario adoptó un canal directo con la ciudadanía, a través de sesiones televisadas diarias, que permitieron llevar una información pormenorizada a los colombianos sobre las medidas y los avances en momentos signados por la angustia y la incertidumbre. De este modo pudo avizorarse poco a poco la luz al final del túnel, luego de una acción coordinada y multifacética desde la presidencia de la República, que le permitió a la nación colombiana registrarse entre los países de buen desempeño en varios rubros al respecto.
Un segundo hecho inédito, en el lapso, sobrevino de la anarquía y el insólito vandalismo suscitado al alero del paro sindical convocado en oposición a la reforma tributaria, presentada al Congreso con el objeto de sufragar los costos asumidos. Entonces, todavía en medio de la pandemia, se aprovechó la crisis por parte de algunos alcaldes de ciudades preeminentes, para derivar réditos políticos hacia las elecciones presidenciales. Incluso, a pesar de haberse retirado la reforma, se mantuvo el espíritu anarquizante a cuenta del paro y el país pudo ver cómo algunos mandatarios locales, afiliados en términos generales al llamado “progresismo”, camuflaron los actos vandálicos bajo la consigna del “estallido social”. Y produjeron, al borde del prevaricato, un espurio distanciamiento con las fuerzas estatales legítimas en sus localidades. Finalmente, el gobierno nacional, aunque un poco tardíamente, logró dar curso a la “asistencia militar” legal a la Policía y recuperar la autoridad, a pesar de la enconada ambivalencia demostrada en el plano local. Cali fue devastada y Bogotá sufrió una asonada vandálica generalizada de no menor rigor, mientras las vías nacionales fueron largamente bloqueadas.
En ese prefabricado escenario político, Gustavo Petro, aglutinante del progresismo, afianzó su candidatura presidencial, a fuer de contar, además, con el beneficio de un rival condescendiente, por no decir confabulado, en segunda vuelta. Hoy, a catorce meses de su gobierno, la autoridad en Colombia es una pluma al viento, la economía ha entrado en picada, la Fuerza Pública se encuentra paralizada y, frente a un tercer hecho inédito (la apertura de sendos frentes de guerra mundiales), la política internacional colombiana es apenas un espasmo diario de características impredecibles y, sí mucho, sometida al pálpito de los trinos improvisados.
De otra parte, la impuntualidad del jefe de Estado y la descoordinación gubernamental han hecho carrera, hasta ser motivo de informes en acreditadas revistas del exterior. A su vez, campean los escándalos familiares y del círculo más cercano, incluso con muertos de por medio, y se suceden los cambios ministeriales como cosa cotidiana. La obsesión estatista y la incapacidad de una articulación efectiva tienen en vilo las necesarias reformas en el Parlamento, por demás, desprovistas de solvencia fiscal. Y en vez de concertación, la administración se la juega toda por el abrumador clientelismo. En tanto, el pueblo sufre de la inseguridad en todos los rincones del país, con una criminalidad envalentonada. Y los estragos de la inflación se mantienen a la orden del día, mientras el gobierno se hace el de la vista gorda con un plan de reactivación de la economía.
Sería de ciegos, pues, no ver el plebiscito por el cambio (el verdadero cambio) que desde ya se avizora en la jornada electoral de hoy. En ese sentido, habrá un escalafón determinante hacia el futuro en estas elecciones regionales. Y las cifras serán colosales, comenzando por Medellín, con la caída del petro-quinterismo, la liquidación democrática del petro-nicolasismo en Barranquilla y la irrestricta recuperación de la administración pública en Cali.
En la capital, desde que Carlos Fernando Galán presentó su candidatura, y mucho antes de las encuestas que así podían indicarlo, auspiciamos en estas líneas editoriales su victoria en una sola vuelta (40% de los votos). Lo que está a punto de suceder siempre y cuando hoy se vote masivamente por él y su programa: “Bogotá camina segura”. Tanto en aras de un viraje en los horizontes capitalinos, tan descaecidos durante al menos 16 años de “progresismo”, como por la defensa bogotana frente a las extrañas pretensiones nacionales de turno para con la metrópoli.
En todo caso, sea cual sea la ciudad o población, la gobernación, alcaldía, asamblea o concejo, es menester matricularse en el plebiscito por el cambio. Es decir, votar por los partidarios del orden y la libertad.