El colapso administrativo | El Nuevo Siglo
Miércoles, 28 de Febrero de 2024

*¿La inanidad de los juramentos?

*De cómo se evaden los principios…

 

El tongo le dio a borondongo por el que actualmente atraviesa la contratación pública del país es indicativo del desapego jurídico y la confusión administrativa que persisten a lo largo y ancho de los despachos del Gobierno, en todos sus escalafones. Se trata, ciertamente, de lo que hoy salta a la vista ante los ojos atónitos de los colombianos frente a tantos flancos en caos del Ejecutivo.

En efecto, la burocracia no parece establecida para cumplir los requisitos elementales de la función pública y los ministros actúan desprevenidos de las mínimas exigencias establecidas en los manuales básicos. Hasta que por cualquier razón se ven de repente inmersos en abrumadores episodios causados precisamente por hacer caso omiso de los principios cardinales que, en los términos constitucionales, están dirigidos a sentar la coherencia de la acción administrativa y a darles curso desde el mismo juramento de posesión.

Evento este que, naturalmente, no es una simple liturgia burocrática ni una jornada honorífica para engalanar a familiares y amigos. Al contrario, es un episodio que ante todo encarna el compromiso de llevar a cabo, con rigor y tino, los atributos de la Administración pública para el servicio de lo que la Carta denomina los intereses generales y por igual nosotros definimos: el bien común. A semejanza, también, de lo que ocurre con otros funcionarios de nivel significativo que, ante los ministros, acceden al cargo bajo procedimientos idénticos. Todo lo anterior con miras a infundir el itinerario administrativo oficial de un ámbito integral, conveniente y ejemplarizante.

No son pues los juramentos una caprichosa manía de la democracia colombiana. Consisten, en cambio, en el modo de aceptar la dimensión de las obligaciones inherentes al despacho y que, adicionalmente, se consagran con solemnidad como símbolo de la palabra empeñada. Porque si bien las leyes traducen los límites normativos, los símbolos cívicos representan la virtud. Tal cual, si se quiere, lo formuló el Libertador en sus actitudes solemnes y su doctrina política, legado del país, de hecho, representado en la estatua de Tenerani, en la plaza central de Bogotá, con su espada desplegada hacia abajo, el portafolio constitucional en la mano, cubierto por el manto civil e imbuido de una dinámica reflexiva. O sea, la vocación de futuro de la nación expresada en aquel conjunto armónico (y no al revés, como hoy se predica del robo de su arma tan díscola mente publicitado).

Fuere lo que sea, el Libertador siempre fue obsesivo de la pulcritud y alcances del destino gubernamental. Y que en esa misma ruta hoy se desarrolla, como razón de ser de la rama Ejecutiva, con base en el equilibrio de principios que configuran y determinan la acción administrativa: eficacia, celeridad, imparcialidad, moralidad, igualdad, economía, publicidad…, y añadiríamos, principio de legalidad, fundamento del Estado social de derecho. Es decir, que los actos de gobierno no pueden ser motivo de los intempestivos caprichos de los servidores, del máximo al menor rango.

Véase, sin embargo, no la “novela” −como algunos dicen−, sino el exabrupto en el caso del servicio de pasaportes, para constatar la fractura permanente de los cánones antedichos y las acciones a destiempo en busca del principio de legalidad que; no obstante, siempre ha estado ahí, ante la vista gorda y extravagancias retóricas que se utilizan de mampara. Y qué no decir del principio de moralidad en la dudosa contratación de los carrotanques de La Guajira, para solo tomar un ejemplo diciente de tantos que pululan en la atención de las catástrofes. Ni del asalto a los principios de eficacia y celeridad frente a los Juegos Panamericanos. Ni del principio de publicidad y transparencia en algunas compras de tierras de la agencia. Ni del equívoco de pagar doblemente las nóminas en el Ministerio de Hacienda contra el principio de la economía y austeridad…

En suma, pues, una constante afectación del engranaje de principios traducidos en las normas, además, en infinidad de contrataciones silenciosas a objeto de afianzar lo que en las dependencias llaman “la causa” y no el buen gobierno. Sea esto el manotazo a las vigencias futuras, al máximo nivel o las maniobras en los institutos, como en los servicios de aprendizaje y capacitación, entre otros.

Bajo este rasero no es de sorprenderse, entonces, con el ilustrativo estudio emitido anteayer por la Contraloría sobre prácticamente la desaparición del control interno en las entidades y las pestíferas deficiencias en el uso de los recursos públicos. Porque de la burocracia, en todo caso, sí técnica y precisa, siempre necesaria, se ha pasado al más desembozado burocratismo, cuya noción, justamente, no es prestar un servicio estatal y obedecer al bien común, sino atender a los personalismos y satisfacer, de cabo a rabo, los intereses particulares, mientras la gestión pública entra en cortocircuito, se deslegitima y desbarranca.

De esa magnitud, a través de la pertinaz elusión de los principios y la distorsión de la función pública, con sus consecuencias legales, es el actual colapso administrativo.