* El Registrador sirve a manteles
* De cómo se intoxica la democracia
El hecho político por excelencia de la campaña en curso no ha sido, por descontado, ninguno de los elementos que se usan tradicionalmente para ventilar un buen programa, debatir a conciencia las ideas, afianzarse en el carisma, ingeniarse una consigna, acudir a una publicidad atractiva, sumar adhesiones, estar a tono en el lote puntero de las encuestas, mantener una actitud empática en medio de la tragedia del coronavirus. En fin, si se quiere, auxiliarse de cualquier recurso novedoso que se suponga interesante para despertar la atención de los electores abúlicos.
Ni tampoco ese hecho político ha sido, de otra parte, la camorra permanente, el activismo periodístico, el entrampamiento en las redes sociales, la minusvalía de los trinos, el rebrote taquicárdico de los videos en los teléfonos celulares, ni muchos menos la importación extranjerizante de la estruendosa política identitaria, cuya esencia consiste en anular el concepto de ciudadano y dividir las almas por cualquier razón que sirva para incitar al odio, la pugna, la malquerencia …
No. Nada de eso.
El hecho político por excelencia de la campaña en curso ha sido, por el contrario, uno de los más grandes despropósitos de que se tenga noticia en la larga trayectoria de la democracia colombiana, aun si en su transcurso se hayan dado casos emblemáticos de origen similar, desde el llamado registro de Padilla hasta chocorazos posteriores.
No se trata, por supuesto, del “Banquete del millón” que, como bien se entenderá no radica en lo absoluto en la encomiable actividad iniciada por el padre García Herreros en favor de los más vulnerables; ni tampoco, si fuera del caso, del millón de muertos que tituló exageradamente José María Gironella en su obra sobre la guerra civil española; ni menos del millón de amigos que pretendía Roberto Carlos en su canción de todos conocida…
Se trata, por el contrario, de la escandalosa cifra dada por el Registrador Nacional sobre el gigantesco desfase entre el dato de los votos contabilizados el día de las elecciones parlamentarias, el 13 de marzo pasado, y las estadísticas surgidas repentinamente de los escrutinios hasta hoy: ¡un millón de votos más!
Y lo dice el funcionario con una frescura imponderable, como si a propósito de esa cifra descomunal la democracia colombiana no diera tumbos en semejante abismo insondable o muriera por intoxicación. Además, para encubrir tamaña negligencia, el Poncio vuelve y afirma que todo se ha debido simplemente a unos errores, tal vez grandes, pero al fin y al cabo solo errores, aunque de paso admite que en la nueva contabilidad electoral hay un sinnúmero de anomalías, tachaduras, enmiendas, es decir, miles y miles de afectaciones, inclusive de tal magnitud que entre el millón de votos que aparecieron de súbito en el cubilete ya no se sabe cuáles son válidos, cuáles corresponden a sufragios no contabilizados, cuáles a modificaciones intencionales, cuáles podrían ser acaso de cuño extemporáneo. ¿Y eso como se llama en plata blanca? ¿No es esta precisamente la definición de fraude (5.100 mesas con posibilidad de dolo)? Pero no importa: repártanse las curules como se quiera y cualquier día que a bien se tenga. ¿Y a eso denominan democracia?
Ya no es pues que “agua pasó por aquí y cate que no la vi”. Un millón de votos más, no solo es el mayor reproche y una mácula gigantesca en la historia del sistema electoral colombiano, sino la notificación perentoria de que todo allí anda mal. Y quedarse de brazos cruzados ante esa evidencia palmaria sería rayar, por parte de las máximas autoridades del país, tanto en el prevaricato por acción como por omisión. No es suficiente, por supuesto, con pasar a infinidad de testigos electorales a la rémora de una justicia que incluso no puede actuar en tiempo real: tan solo una perla adicional en la lavada de manos. En tanto, de las garantías electorales reales, ni pío. Y así se sigue avanzando en el precipicio de las elecciones parlamentarias a las presidenciales.
Por demás, bien es sabido que las leyes electorales colombianas son normas cuya fuente primaria es el orden público. Esto, desde luego, porque tratándose de un tema tan sensible, afectaciones de este tipo pueden llevar a la violencia, como ha sido demostrativo de episodios luctuosos en el reciente devenir del país. No sobra recordarlo mientras, a manteles, muchos se empeñan en seguir degustando el banquete del millón de votos. ¡Sabroso así!