* No es solo la anarquía…
* Vías de hecho versus vías democráticas
No es difícil observar cómo en los últimos días, dentro de lo que genéricamente se conoce como “el paro”, se ha venido mutando en Colombia de la anarquía al anarquismo. A pesar de que algunos pudieran confundir estos términos, incluso tildándolos de sinónimos, ellos están a nuestro juicio separados por una línea divisoria clara. Ya en sus características esenciales, ya en sus objetivos inmediatos. O al menos no son exactamente lo mismo.
Bajo esa perspectiva escueta podría decirse, pues, que la anarquía es un fenómeno espontáneo que se produce ante un desmayo intempestivo de la autoridad y orden legales, dando vía libre a las tropelías y a cuanta oportunidad destructiva existe dentro de una trayectoria emocional caótica, mientras que de otra parte el anarquismo es toda una formulación política, debidamente organizada y racionalmente dirigida a derruir los valores prexistentes.
Por ello el anarquismo busca, más allá de la anarquía, demostrar fehacientemente tanto la irrelevancia de las normas, fruto de la incapacidad o negligencia estatales para aplicarlas, como que al mismo tiempo se opone, por todos los medios a la mano, a cualquier concepto o fuente de autoridad originada, no solo en la ley y la legitimidad coercitiva de que ella goza en un sistema democrático, sino también en los otros elementos no menos importantes de la cohesión social. Y por ello el anarquismo no es solo un desfogue emocional, de índole temporal, sino que ante todo ve y trata de denunciar una supuesta confabulación autoritaria en los ingredientes que dan soporte y dinámica a una sociedad con vocación de futuro. Y que al contrario y precisamente intenta nublar para hacer perder el horizonte. En buena proporción, entonces, la anarquía es el medio, pero el anarquismo es el fin.
En esa dirección, el anarquismo pretende hacer ver enemigos por todas partes. Ese es su objetivo e interés primordial. En particular abjura de lo que le es más incómodo: el sentido de la historia, la noción trascendente del ser humano, la reflexión académica, la solidaridad colectiva, la cultura como aglutinante, el amparo familiar, el trabajo como pilar social, el enlace entre las generaciones, la información veraz, para no citar sino unos pocos de sus adversarios intangibles y que se van afianzando con las reformas y los avances en el transcurso del tiempo. De hecho, el anarquismo desdice de todos los factores evolutivos hacia el bien común, porque no ve redención social alguna por fuera del germen autodestructivo. Esto, precisamente, porque pretende apropiarse y llevar la vocería de lo que, desde las épocas de Bakunin, se denomina “la liberación”. Es decir, una visión melancólica del mundo donde la civilización no es más que una coyunda y la alegría, la esperanza e incluso el concierto entre los seres humanos, para resolver los problemas colectivos, no son más que expresiones patológicas incomprensibles y perturbadoras que deben ser eliminadas ipso facto.
Por supuesto, el anarquismo ha encontrado caldo de cultivo en las dramáticas circunstancias provenientes de la crisis sanitaria y las consecuencias económicas y sociales del coronavirus. Y que en cierta medida también tuvieron origen en las cuarentenas reiterativas que, bajo los criterios del régimen de la China adoptados sin filtros para cada tiempo y lugar y sin reparo en un sistema de libertades, se expandieron por el mundo occidental y con mayor rigor en Colombia. No hay que confundir, desde luego, el anarquismo con las reivindicaciones sindicales, ni con las protestas amparadas en el estricto marco constitucional. Pero, aparte de ello, es evidente que los elementos anarquizantes se han desembozado, sin talanqueras, y han puesto en jaque a la economía como bien público, a través del vandalismo y los bloqueos viales, llevando a la quiebra el sustento de millones de familias colombianas, catapultando la crisis sanitaria e impactando gravemente las fuentes de empleo hasta llegar a la trágica paradoja de que en estas semanas se han perdido cerca de 11 billones de pesos que, justamente, se pretendían recaudar para fondear los programas gubernamentales con destino a los sectores más vulnerables.
Desde luego, al anarquismo no se le puede pedir responsabilidad, porque precisamente lo que pretende es ser ostentosa y violentamente irresponsable. Esa su consigna y su mecanismo de acción. Por el contrario, la responsabilidad hay que exigirla a quien corresponde. Es decir, a las tres ramas del poder público, porque ninguna puede hacerse la de la vista gorda cuando se trata de defender y afianzar la democracia. Que es lo que no se ve.