- Adiós a los partidos políticos
- Los candidatos abandonan el barco
LOS partidos políticos, en cualquier parte del mundo, suelen ser el conducto por medio del cual se da cabida a unas ideas y se movilizan dentro del colectivo social. Si los partidos no opinan, no tienen convicciones, dejan de lado sus propios preceptos y tan solo buscan acoplarse a la coyuntura, pierden su razón de ser. De hecho, terminan siendo exclusivamente la mampara de las prebendas y los privilegios, apenas si acaso generando adhesiones burocráticas.
Ese desquiciamiento es lo que ha llevado, en Colombia, a la anulación de ellos como componentes de la realidad social. Hoy en día, no solamente son marginales, sino que prácticamente son el receptáculo de la más grande desconfianza ciudadana. Para los colombianos, de acuerdo con las encuestas, los partidos políticos son la correa de transmisión de la corrupción y reciben un respaldo muy exiguo en los sondeos recientes, tal vez como nunca.
Pero la sepultura de los partidos políticos no es buen síntoma en una democracia, por cuanto el vacío suele llenarse por el populismo. Se crea así un estado de opinión entre el líder y el pueblo, donde se desvanece la responsabilidad. Cuando hay partidos políticos, existen reglamentaciones internas y un aparato institucional que permite establecer claramente las responsabilidades, las acciones y los mecanismos de financiación. Cuando esos controles pierden piso no es fácilmente equiparable la acción política con la responsabilidad concomitante.
Es tal el asco que se le está tomando a los partidos o movimientos políticos, que los propios candidatos surgidos de ellos han salido corriendo, en la actualidad, para inscribirse por firmas. Esto quiere decir, en primer lugar, que ni los mismos integrantes partidistas, al más alto nivel posible, confían en sus estructuras y en sus capacidades proselitistas. Y en segundo lugar, no hay, entonces, una relación de responsabilidad clara, como suele incluso ocurrir cuando hay coaliciones donde se difumina, en buena medida, el escrutinio público. Hay, pues, una actitud huidiza que irá en contravía de los sanos postulados democráticos y la debida alternación en el poder.
La inscripción de candidaturas por firmas se permitió en la Constitución de 1991 para aquel grupo significativo de ciudadanos que no encontraban en los partidos o movimientos una representación adecuada. En ese caso, se presumía como un factor puramente extraordinario, pero en ningún caso que ello se convirtiera en ley ordinaria. Sin embargo, eso es lo que hoy está ocurriendo, como materia normal, cuando una gran cantidad de aspirantes, como se dijo, provenientes de los propios partidos, anuncian que se registrarán por firmas.
Ello, por supuesto, ha hecho que de antemano se pueda vislumbrar una confusión democrática sin parangón y una elusión de los compromisos. Con ello, además, se produce un gran nominalismo, es decir, una justa electoral en la que se participa, no por las ideas en sí mismas, sino por los nombres.
Es muy curioso, por ejemplo, el caso de Humberto De la Calle, un candidato paradigmático del liberalismo quien, por el contrario, al anunciar su aspiración presidencial ha dicho que lo puede hacer bien por el Partido Liberal o por firmas. Todo depende, desde luego, de cómo le vaya mejor en el barco. Nadie dice, ciertamente, que no tenga posibilidad de hacerlo acorde con las atribuciones institucionales. Pero es claro que no parecería querer la consulta popular liberal, por lo cual aspira a presentarse directamente al pueblo.
Igual ocurre, por ejemplo y de otra parte, con Clara López. Un cuadro político toda la vida del Polo Democrático, cuando perdió las pugnas partidistas internas, decidió salirse y ser candidata por firmas. Y así en muchos otros casos donde se dejan los partidos políticos de lado por los propósitos personalistas o la estrategia que aparentemente más conviene.
En ese sentido, ya van alrededor de siete candidatos que se anuncian por firmas. Esto quiere decir que ya no solo es la ciudadanía la que tiene absoluta desconfianza en los partidos sino, como se dijo, los mismos líderes originarios de ellos. Si esto es así, sobran entonces los partidos políticos. No hay razón, dicho esto, para que se le dé más financiación, ni tampoco para que se emitan leyes, creyendo que ellos existen, cuando es fácil constatar que cada día están más desaparecidos.
No hay, en el mundo, no obstante, ejemplos de democracias sin partidos políticos. Otra cosa es que deban limpiarse integralmente y castigar la corrupción. Pero un sistema democrático sin canalización partidista es el salto más peligroso hacia el populismo. Y en esas estamos, poco a poco, sin ver el tamaño del abismo.
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