La temporada invernal, que ha sido bastante fuerte este año, sumando casi 400 víctimas mortales, sin que haya terminado todavía e incluso atravesando su pico de más alta intensidad, debe llamar desde ya a las autoridades nacionales, regionales y locales a un análisis objetivo y autocrítico de cómo está funcionando en Colombia el sistema nacional de prevención de riesgo y atención de emergencias.
Las estadísticas de las autoridades indican que se han registrado durante esta primera temporada de lluvias 174 deslizamientos, 210 inundaciones, 56 vendavales y 39 crecientes súbitas. Ello ha dejado, además del alto saldo mortal ya anotado y las casi 23 mil familias damnificadas, 910 viviendas destruidas, 13.170 más averiadas así como 250 vías y 87 puentes vehiculares y peatonales afectados.
Es claro que el número de víctimas fatales y de heridos, así como de pérdidas económicas por los desastres derivados del invierno este año será particularmente más alto que el de los anteriores (a excepción de lo acontecido en 2010-2011) debido a la gravedad de las tragedias ocurridas semanas atrás en Mocoa y Manizales.
Hay que reconocer que en muchas regiones en donde antes se reportaban grandes inundaciones, un alto número de damnificados y pérdidas millonarias por afectación de infraestructura, cultivos y viviendas, este año no se han registrado mayores emergencias. Eso evidencia que algunos planes de contingencia y mitigación del riesgo invernal a corto y mediano plazos han dado resultados positivos.
Sin embargo todavía persisten algunos casos en donde ocurre lo contrario, es decir que las inundaciones y desastres se repiten sin ningún tipo de disminución en su capacidad de daño, pese a los multimillonarios recursos invertidos en obras y otros proyectos de rehabilitación y reconstrucción. Los entes de control deberían ponerle la lupa a estas situaciones para detectar si esos dineros no terminaron en las manos de las redes de corrupción que pululan en muchos departamentos y municipios o fueron blanco del desgreño administrativo típico de no pocos gobiernos seccionales y locales.
Por otro lado está lo que tiene que ver con las nuevas zonas de riesgo derivadas del efecto del cambio climático. Por ejemplo, un reciente estudio del Ideam concluyó que en épocas invernales un 28 por ciento del territorio nacional corre un alto riesgo de inundación por el alto volumen de lluvias.
El cambio climático es una amenaza muy alta. Una prueba de lo anterior es que después de la tragedia invernal de 2010, cuando la presencia del fenómeno de La Niña dejó afectaciones billonarias en todo el territorio, la actual temporada de lluvias es la más intensa desde entonces. Las mediciones meteorológicas han encontrado, por ejemplo, que en el mes en curso ha caído un 35 por ciento más de agua frente al promedio histórico. Y no hay que olvidar que al comienzo del año pasado el país estaba en una circunstancia contraria, ya que la emergencia nacional era por la intensa sequía por el efecto del fenómeno, esta vez, de El Niño, que venía desde mediados de 2015 y que tuvo a Colombia al borde de un racionamiento de agua y eléctrico a gran escala.
Es aquí en donde se necesita que el sistema de adaptación al cambio climático se acelere, incluso elevándolo a política de Estado, porque así como hay tragedias anunciadas o riesgos advertidos desde hace una, dos o más décadas, hay otros de más reciente data y que tienen relación directa con el cambio brusco de las condiciones climáticas en todo el planeta y más en un país que, como Colombia, tiene altos niveles de vulnerabilidad al calentamiento global.
No basta con la petición del Gobierno al Congreso para que se le dé prioridad al proyecto de ley que busca ratificar el Acuerdo de París, adoptado en 2015 en la Cumbre Mundial de Cambio Climático (COP21). Hay que ir más allá. Hay que convertir toda esta estrategia de adaptación a los coletazos del ‘efecto invernadero’ en una política de Estado, con financiación presupuestal asegurada y transversal a la gestión de los gobiernos Nacional, departamentales y locales.
No se trata de una normatividad ambiental paralela, como mucha de la ya existente, sino que debe tener carácter prevalente y, sobre todo, obligatorio. Si en los últimos años algunos programas como “De Cero a Siempre” o “Familias en Acción”, o incluso la última propuesta alrededor de “Ser Pilo, Paga”, se han elevado a política de Estado, más debiera serlo la estrategia de adaptación al cambio climático.