En Colombia, la conflictividad social viene en ascenso, sobre todo en unos sectores en donde el Estado ha sido muy lento para tomar decisiones de fondo que disminuyan las tensiones entre sectores poblacionales, así como de estos con las autoridades.
Uno de los campos más complicados es, precisamente, el de las actividades minero-energéticas, sobre todo cuando hay de por medio afectaciones o impactos socioambientales. Un informe de la Defensoría del Pueblo señala, por ejemplo, que el año pasado esta clase de problemáticas registró un alarmante aumento de 46 %, sin duda una situación que debe llamar la atención de las tres ramas del poder público en nuestro país.
La entidad del ministerio público contabilizó un total de 130 conflictos de este tipo en donde las exigencias o puntos de tensión estaban relacionados con derechos laborales, contratación de mano de obra local, bienes y servicios (33 %), conflictos ambientales (32 %), regulación, formalización y control de actividades mineras (11 %), presencia e inversión estatal (8 %), múltiples demandas que involucran a las empresas y al Estado (8 %), respeto de los derechos a la identidad, autonomía y la participación de las comunidades en entornos de proyectos minero-energéticos (7 %) y otros (1 %).
Como se ve, no son temas menores, mucho menos en un país en donde el sector minero-energético es la principal fuente de exportaciones tradicionales, al tiempo que arrastra un alto nivel de informalidad e ilegalidad en gran parte del territorio en donde la explotación de recursos naturales no renovables se realiza por fuera de la normatividad.
A lo anterior, hay que sumar no solo el fenómeno criminal que se ha tomado muchas de las actividades mineras, sino otros elementos complejos como la gran cantidad de personas que derivan su sustento de esta rama productiva y la urgencia de reducir los impactos lesivos ambientales, sobre todo a las fuentes hídricas, los bosques y los nodos ecosistémicos. De hecho, estas operaciones extractivas están en medio del debate sobre cómo combatir el cambio climático.
Aunque es evidente que el Estado ha venido avanzando en operaciones contra el flanco criminal en las explotaciones minero-energéticas, así como en los procesos de formalización de la minería artesanal y ancestral, al igual que en la implantación progresiva de patrones de explotación sostenibles desde el punto de vista ambiental, todavía falta mucho camino para meter en cintura este motor productivo. Hay mucha legislación al respecto e incluso un aparato institucional cada vez más estructurado y de cubrimiento regional, pero la aplicación de la normatividad sigue muy lejos de los objetivos fijados. Por lo mismo, la conflictividad social sigue a la orden del día.