HACE apenas unos días el presidente Juan Manuel Santos sorprendió al público al admitir la responsabilidad del Estado en la violación de los derechos humanos en ocasión del conflicto armado. Ayer, al parecer, en reciprocidad los voceros de la Farc en las negociaciones de La Habana se reconocieron como victimarios en algún grado en cuanto a su responsabilidad en la violencia que por décadas flagela nuestro territorio. Los medios de comunicación destacaron el hecho y, en medio del paro que agita las calles y las vías de comunicación nacionales de extremo a extremo, que las Farc dijeron apoyar, un renovado optimismo sobre la paz negociada se apreciaba entre los comentaristas de los distintos medios. Esa cierta euforia parece suceder al creciente escepticismo sobre el tire y afloje entre las partes, con tan solo conocer el lacónico mensaje de uno de los jefes subversivos. “Sin duda, también, ha habido crudeza y dolor provocado desde nuestras filas”. Una declaración semejante en un país al que los subversivos desafían a tiros, del que desconocieron el sistema democrático y su legitimidad, para proclamar la lucha armada para tomarse el poder, cometiendo toda suerte de crímenes y genocidios, normalmente, no habría causado tal conmoción.
Lo anterior indica que de alguna manera el estilo duro a lo Molotov, de la negociación que han ensayado las Farc, ablanda la opinión. Las Farc exigen cada vez más del Gobierno hasta la exasperación, desde el reconocimiento de zonas campesinas o repúblicas independientes, que les daría el control de extensas regiones en las que desconocerían la Constitución y el empeño de una Cámara de la Tierra o la suspensión de las elecciones y modificación del tiempo del mandato presidencial, la no entrega de armas sino dejación, la desmilitarización y otras diversas demandas, incluida la impunidad, ofuscan a las gentes y se reblandecen al oír que éstos reconocen su papel como agentes de la violencia. Lo que no debe llamarnos a engaño, el factor decisivo de la violencia en el país, no se debe en exclusiva al poder ofensivo militar o terrorista de la Farc o de otros grupos subversivos, tiene que ver más a fondo con la incapacidad a lo largo de los años del Estado de cumplir con sus funciones más elementales de consagrar el orden. La debilidad crónica del Estado por cuenta de las doctrinas liberales que influyeron en la mentalidad de conservadores y liberales del siglo XIX y XX, que de nuevo afloran en el XXI, determina que el poder público se viera a gatas para cumplir su misión principal de defensa activa de la soberanía nacional. La función esencial del Estado para los conservadores y elementos civilizados, por la cual se crea, es imponer el orden y ejercer la autoridad suprema. Un país con el 70% de su territorio que desde el punto de vista estratégico no controla, no consigue desarrollar en paz y restablecer el imperio de la ley, cae en una de las situaciones más injustas y dolorosas, que en esas zonas tan ricas vivan sin derechos, agobiados por las necesidades y cercados por los violentos una gran porción de colombianos que por generaciones no conocen la libertad.
Y como el Estado es relativamente inoperante en las zonas de la periferia, la riqueza minera se explota en la clandestinidad y los mismos agentes de la violencia venden su producción de minerales estratégicos a las multinacionales, lo mismo que el oro y hasta consiguen desarrollar refinerías caseras para comerciar combustible. Es ese estado de anarquía, de desconocimiento de los valores de la democracia y de predominio de la barbarie, lo que facilita que en esas inmensas extensiones y selvas prosperen los violentos. Por lo que la subversión es la consecuencia del fracaso estatal en el ejercicio de su soberanía, que no comprende en exclusiva lo militar, tiene que ver con la infraestructura, el desarrollo, la justicia, el influjo para volver productivas esas zonas y brindar oportunidades de crecimiento cultural y material a sus habitantes.
Y que no se diga que no se puede hacer desarrollo, con el apoyo del Estado. Brasil recuperó el cerrado. Con la mínima parte de los recursos que se van por la vena rota de la corrupción podríamos sembrar de bosques varios millones de hectáreas de la Orinoquia, volverlas productivas y brindarles trabajo y bienestar a los campesinos desplazados y elementos de diversa condición, incluso desmovilizados. Mientras esas condiciones aberrantes de debilidad crónica del Estado, de abandono y de desorden subsistan en las selvas y montañas de la periferia, el mito de la democracia, de la soberanía popular, no prosperará. En regiones en las cuales la justicia la ejercen los habitantes por su cuenta y cada quien se defiende a su manera de las bandas armadas o dependen del contubernio de los negocios ilícitos para subsistir, la noción de Estado es casi una ficción. La quiebra de la voluntad política de los colombianos en cuanto a conseguir los beneficios democráticos que son propios del resto de Hispanoamérica, demuestra que carecemos de la potencia que da la unidad nacional al servicio de positivos ideales y del bien común. Para derrotar la violencia es esencial una política de justicia social. La tolerancia con los violentos de distinto signo, incluso su exaltación por épocas, es otro factor degradante que, en ocasiones, determina el desprestigio de la autoridad cuando combate a los alzados en armas, la que después de cumplir su deber suele ser perseguida por la vía judicial.
En tanto no nos esforcemos por alcanzar la madurez política, rescatar la autoridad estatal, persuadir a los violentos al respeto voluntario de la ley, derrotar a las fuerzas subversivas de diverso signo que no se allanen a la convivencia, ni desarrollar el país e incorporar las masas desplazadas al desarrollo, persistirá la violencia. Y no olvidemos: la paz no es un regalo. La paz se construye por el esfuerzo organizado del Estado y la voluntad política de todos los colombianos.