Nadie imaginó que el Papa Benedicto XVI dimitiera de su cargo y conmoviera al mundo con su intempestiva decisión. Su pontificado de 7 años, 10 meses y 9 días, no parecía impactar a las multitudes, al contrario de lo que ocurría con su carismático antecesor Juan Pablo II, con el que de manera inevitable se le solía comparar. Sin importar que el hoy papa Emérito hubiese sido el gran inspirador de su predecesor y defensor incansable de la ortodoxia y las buenas costumbres dentro de la Iglesia, en donde en escala menor se repiten los fenómenos de liberación, desenfreno y corrupción que carcomen la sociedad occidental, que al comprometer al clero se convierten en escándalo mayúsculo por la exigencia y responsabilidad de su ministerio, lo mismo que se utilizan y exageran por sistema y pretexto los enemigos de la Iglesia para generalizar, execrarla y condenarla, por los mismos vicios que ellos practican, promueven y celebran. Manes de la doble moral...
El Sumo Pontífice, nativo de Alemania, apenas adolescente fue convocado como todos los alemanes por Hitler para defender el país. Sin embargo, jamás tuvo la menor inclinación por las armas dada su vocación sacerdotal y de servir abnegadamente a los creyentes. Pasada la terrible contienda siguió sus estudios sacerdotales y por su inteligencia y notables merecimientos escala -sin prisa- los distintos escaños de la jerarquía, precedido del respeto de cuantos le conocieron, destacándose por la honda profundidad de sus planteamientos y el conocimiento de la doctrina filosófica y social de la Iglesia.
Los que le tratan lo definen como un sabio al servicio de Dios, al que no conmueven las vanidades del poder, ni las tentaciones de las fuerzas del mal, un sacerdote del que se llegó a sospechar que de improviso pidiese que la Iglesia volviese a los tiempos primigenios en los que se destacó como la religión de los esclavos, despojándose de todos los bienes y retornando a la modalidad mendicante. Eso provocaría la forzosa depuración de la institución, una súbita estampida de los que no tienen verdadera vocación sacerdotal y medran en el lugar equivocado. No prosiguió en esa dirección por la inmensa responsabilidad que tiene la Iglesia con gentes de toda condición y el apoyo que presta a las comunidades más necesitadas del planeta. Eso podría tener el efecto grotesco de convertir a los religiosos que deben orientar a los más menesterosos en una pesada carga. Terreno en el cual se destaca entre los notables pontífices que se ocupan de los grandes asuntos doctrinarios, como lo muestran sus encíclicas, pese a que no convocó a un Concilio que definiera el rumbo es estos tiempos de tantos retos y enigmas que agitan al catolicismo.
La prensa y los medios de comunicación, que en ocasiones no entendieron su mensaje, registran medio incrédulos cómo desde hace siete siglos, el Vicario de Cristo en la tierra, Jefe de Estado Vaticano, Obispo de Roma y abnegado servidor de todos los católicos y cristianos, renuncia a todos sus títulos y facultades, para dedicarse a orar y reflexionar, quizás a escribir en un monasterio, alejado del mundanal ruido.
Benedicto XVI, consciente de la conmoción mundial que ha causado y que millones de seres lo seguirían a una sola señal suya, al despedirse ha proclamado su obediencia incondicional al futuro sucesor.
Benedicto XVI, contrito de corazón y estremecido por la degradación creciente de gran parte de la humanidad, la violencia y la injusticia social, emigra al sacerdocio sin atributos. Un gesto de desprendimiento y de suma responsabilidad. Es evidente que su salud se había quebrantado por la dedicación y esfuerzos que reclama su ministerio, en el cual es preciso estar al tanto de los asuntos religiosos que conmueven al cristianismo, como de las relaciones y disciplina de las distintas comunidades religiosas, lo mismo que de la defensa de la Iglesia de los grandes enemigos encubiertos y las poderosas logias que conspiran para minar sus disciplina y cuestionar su credo; así como de las desviaciones internas, la concupiscencia, la indisciplina, los desvaríos doctrinarios, los inevitables abusos de poder, las tentaciones mundanas de todo tipo, la hipocresía, la bobería, la insensatez y todos los males que afectan la sociedad y que traspasan los muros de iglesias y conventos.
Quizá el mayor acto de sabiduría y de muestra de una condición moral excepcional sea la del Papa, que con su gesto obliga a la más profunda reflexión de la Iglesia, para obrar como un cilicio que le recordara siempre su deber y la obligación moral de ser mejores en el servicio de Dios y sus semejantes, en la conciencia de que nada en la evolución espiritual del hombre es gratuito y que nada vale más que el propio desprendimiento y la grandeza de ser capaz de renunciar a todo.