Desquiciamiento de la cultura urbana
Cuando se trata de destruir y no crear
Cada día que pasa, los monumentos, en Bogotá, pierden la razón de su vigencia. Por el contrario, llenos de mamarrachos que ni siquiera pueden tildarse de grafitis, aparecen alicaídos, desamparados, como si antes de una exaltación fueran motivo de una vergüenza. Y eso son, tal como están: ¡una vergüenza!
De algún modo se ha enquistado el pensamiento de que no deberían existir, por lo menos demostrado en la inverecunda circunstancia de que nadie los cuida. Objetivo de indomables, es decir, pandillas cuyo fin es precisamente concentrarse en derruir, permanecen agobiados, marchitos, denostados. Cualquier día alguien podría hacer el ejercicio de deshojar la margarita para que sea vea, tres sí uno no, que la infección ha tomado carácter de epidemia. Y amenaza con producir su liquidación. Que, a decir verdad, sería mejor antes de ese espectáculo cotidiano de verlos mancos, cojos, pintarrajeados, con las bases desbaratadas, las piedras asaltadas, los antejardines ajados, los bronces salpicados y con collares de llanta, o permanentemente robados sus símbolos como en el Américo Vespucio, en fin, poco es el monumento que logra mantenerse en sus quilates, tal como fue concebido y diseñado.
Y no sólo los monumentos. También las obras escultóricas, hechas por los grandes artistas colombianos, representativas por lo tanto de la nacionalidad que parecería, por estas lamentables circunstancias, que Bogotá es incapaz de ser guardián de la heredad. Dígase no más todas aquellas obras arrumadas a la vera de la calle 26, llamada Avenida Eldorado, que recibió el aporte de innumerables escultores, para verlas hechas cachivaches. Las vigas destrozadas, los óvalos oxidados, la pintura un fiasco. De puro milagro la obra de Botero ha persistido del saqueo y la depredación. En tanto, el Cristóbal Colón y la Reina Isabel es continuo objeto del deseo devastador.
Uno podría pensar, por ejemplo, que se organizara una gran alameda donde pudieran incorporarse facetas de la riqueza indígena ancestral del país, con aportes escultóricos por parte de las tribus o los parques, si la idea fuera de recibo dentro de la gestión cultural inclusive, si en extremo fuera del caso, con réplicas autorizadas. Pero, ipso facto, nos encontraríamos el inefable obstáculo de que lo poquísimo que hay, básicamente proveniente de San Agustín, lo han puesto en laderas invisibles, al borde de algún viaducto, donde incluso hasta allí, en medio del tráfico, han llegado los redomados para llenar las imágenes de su malhadada estética. ¡Qué sería de la isla de Pascua, al borde de la Polinesia chilena, si admitieran semejantes estropicios con los gigantescos Moai! ¿Cuándo se entenderá aquí que los tesoros culturales son sagrados, como allí los entienden de maravilla irrepetible? Porque, en efecto, una y mil veces lo son al igual, en su propio estilo, que cualquiera de los tótem agustinianos.
Basta reparar un momento en la estatua del general San Martín, de otra parte, para verla prisionera, en aras de la protección, por un cerco de garantías hostiles que, por supuesto, disminuyen la perspectiva y grandeza que se le suponía, encabezando la Séptima. No tendría que envidiar la efigie ninguna de las prodigiosas de la Avenida de Los Libertadores, en Buenos Aires. Pero aquí, donde todo es reducido, los árboles parecen enemigos y los monumentos una carga, de lo que se trata es de estrecharlos, arrinconarlos, descomponerlos. Por eso, bajo esa mentalidad minúscula, una especie de noción acomplejada y a no dudarlo asfixiante, jamás habrá, por ejemplo, un Chapultepec, como brilla en México con su flora, museos, arboledas y figuraciones, ni tampoco la Lima histórica y acogedora. Menos pensar, claro está, en cruzar a Europa. ¡Para qué!
La expresión del grafiti, en muros acondicionados a los efectos, podría reputarse parte de la cultura urbana contemporánea, caricatura del muralismo mexicano a veces aceptable. Inclusive, frases repentistas no dejan de hacer gracia. Muy otra cosa, desde luego, la apropiación del espacio público para zaherir, demostrar con la suciedad la arrogancia de la destrucción, igualar a la sociedad por el rasero más bajo que es el propósito fundamental. ¿Acaso el espacio público no es de todos? ¿A cuento de qué resulta exclusivo de la iniquidad y de las más despóticas minorías?
Sin duda Bogotá, por cuenta de la Nación y la empresa privada, ha producido resultados interesantes en la restauración del Colón o el Teatro Santo Domingo, para sólo dar dos casos. Pero mientras el propio Distrito no entienda, así se hable de cifras gigantescas, Metro o grandes proyectos, que todo comienza por el cuidado de la casa, el resto estará irremisiblemente perdido por anticipado.