La violencia en Colombia y los esfuerzos por llegar a una paz negociada se tropiezan con numerosos obstáculos, el primero de ellos es la geografía del país, con tantas cordilleras, selvas y ríos, así como por el desarrollo desigual. Si bien, todos tenemos conciencia de que la paz es el bien esencial de la sociedad, puesto que la razón suprema de constituir un Estado tiene que ver con esa necesidad de consagrar la convivencia. Y el Estado no se constituye hasta que las sociedades alcanzan un alto grado de cohesión cultural, que les permite organizarse civilizadamente. Es evidente que en las extensas zonas en las cuales no ha operado durante sucesivas generaciones el imperio de la ley, esas generaciones de colombianos no saben lo que es la paz. La noción de lo que ha significado el conflicto armado en el país es difícil de dimensionar para los colombianos del común; a diario los medios de comunicación se ocupan en el tema, pero en las urbes donde nos toca de lejos o saltuariamente la violencia, por excepción se da un caso como el de la bomba que destruyó el Club El Nogal y dejó tantos muertos y heridos, que desgarró en ese momento la conciencia de millones de seres. En cierta forma, con el paso del tiempo la ciudad como que se olvida de la tragedia y al reconstruir la estructura, apenas una llama a la entrada recuerda lo que pasó.
Para que la conciencia colectiva se conmueva, despierte y se active se requiere de hechos que sacudan por sí mismos la opinión. Es lo que ha conseguido la revista Semana, con el libro ilustrado que presentó, precisamente, en el Club El Nogal el director del prestigioso semanario, Alejandro Santos, sobre las víctimas visibles de la violencia, en el cual se seleccionaron las fotos más dramáticas y elocuentes de los mejores fotógrafos que, en ocasiones, con peligro de su vida, capturan las imágenes de pavor, que nos ilustran sobre esos hechos dolorosos que por cuenta de la barbarie generalizada desgarran la vida y tiñen de sangre la tierra colombiana. Según los cálculos que se hacen sobre las depredaciones y asaltos de los violentos, se cuentan por miles y miles, que ni registra la historia. Apenas, de improviso, emerge un niño que canta con voz trémula y suave en solitario los terribles episodios de Bojayá, que le borraron la sonrisa inocente y lo dejaron en la orfandad, en el exilio sin fin de un mundo cruel, zarandeado por las circunstancias que no entiende del todo y con el cual entra en contacto con su triste canción, que es como un himno contra la violencia y el horror, que acaba con las ilusiones de la niñez. Para ese adolescente, que canta con la voz y al que en sus pupilas vidriosas le aflora el dolor íntimo, inconmensurable, que con dificultad contiene el llanto, la paz es todo. Y resulta que, según los investigadores de la revista más de cinco millones de colombianos han sido víctimas directas de la violencia, lo que afecta entre sus allegados cercanos a unos 20 millones de personas, la mitad de la población del país.
Y las regiones de la periferia son las que más sufren el flagelo de la violencia. La desigualdad en el desarrollo colombiano es de proporciones gigantescas, no solamente por la modesta inversión estatal que en ocasiones se desvía a las alforjas de la corrupción, como por la falta de infraestructura, de carencia de vías, de comunicaciones, sino por cuanto en la legislación constitucional del país se han consagrado medidas aberrantes que lesionan de manera gravísima e injusta los derechos y la noción misma de la democracia representativa de sus habitantes. Por estos días, en los cuales se conmemora el centenario de Alfonso López MIchelsen, es del caso recordar que él como estadista entendía que se debían hacer esfuerzos por favorecer la representación popular en las regiones de la periferia. Es así que en su proyecto de Reforma Constitucional proponía: “El Senado se compondrá de tantos miembros cuantos correspondan a la población de la República, a razón de uno por cada 200.000 mil habitantes y uno más por cada fracción no menor de ciento veinticinco mil habitantes. En ningún caso habrá Departamentos que elijan menos de dos senadores”. Como se sabe, en un dislate colosal en la Constitución de 1991, se aprobó la figura del senador nacional, que dejo sin senadores las regiones abatidas por el holocausto de la violencia y que por lo mismo más necesitan de legisladores que los favorezcan y defiendan sus intereses. Una violación semejante de los derechos políticos de los pobladores de las regiones más ricas en minerales y posibilidades agrícolas del país, en una nación distinta a la nuestra habría conducido a una guerra civil. Y aquí, donde a diario se habla de paz y de estudiar las causas de la violencia, se sigue con esa aberrante y antidemocrática figura del senador nacional que conculca los derechos de los habitantes de las más extensas regiones del país que no pueden elegir senador, tratados como menores de edad.
Nosotros no aprovechamos las grandes extensiones de tierra en las zonas periféricas, como sí lo ha conseguido el Brasil en áreas de la Amazonia que son mucho más extensas que las nuestras, donde la productividad agrícola es sorprendente y uno de los mejores negocios del vecino. Precisamente es de esperar que ahora cuando un puñado de empresarios se arriesgan a invertir grandes sumas en la periferia del país, apostando a la paz y hacer buenos negocios, no se estigmatice a todo el que quiera desarrollar grandes extensiones agrícolas, puesto que así como condenaron a los nativos a no tener representación política en el Senado, los condenarían al atraso y la miseria. La propiedad privada se debe garantizar en cuanto cumpla con las normas legales o de lo contrario vendría otra violencia por la tierra.