Carta como Tratado de Paz | El Nuevo Siglo
Martes, 3 de Mayo de 2016

·      El proceso desfallece en la redundancia

·      No hay política de Estado sin Rama Judicial

 

Como se sabe, el proceso de paz con las Farc es irreversible. Así se ha venido manifestando desde que la organización subversiva comenzó por dejar y condenar el secuestro y luego ordenar una tregua unilateral que, en el transcurso del último año, ha llevado a la más grande disminución de los efectos de la confrontación sobre la población civil y que debe llevar al cese bilateral, la desmovilización y la entrega de armas. Todo ello, por lo demás, generando compromisos en la cúpula de la agrupación irregular que se ha establecido rotativa y públicamente en Cuba para afianzar las intenciones de llegar a un convenio efectivo y duradero. Y que bajo la figura de pactos parciales con miras a llegar a un acuerdo general, permitió crear, en su momento, esperanzas en el pueblo colombiano que, sin embargo, se han venido diluyendo en las encuestas.

 

Frente a ello no habría que llamarse a engaños en el impacto, en el ámbito político, de ciertos mecanismos. La jurisdicción especial acordada a efectos de la justicia transicional y restaurativa ha llevado, por ejemplo, a una polémica nacional e internacional que ha minado la confianza y dinámica del proceso. Aunque algunos tildan dicho preacuerdo de ejemplo, lo cierto es que, a lo menos en los sondeos, no ha calado positivamente en la mayoría de los colombianos. Incluso se han producido comunicados en el exterior como el reciente del Congreso de los Estados Unidos en el que, si bien Republicanos y Demócratas respaldan unánimemente la salida política negociada, advierten sobre la necesidad de un equilibrio entre la justicia retributiva y la restaurativa. Es esto, ciertamente, lo que pesa como un fardo sobre la refrendación popular y es motivo de las mayores discrepancias dentro de la sociedad.

 

Esto no quiere decir, en lo absoluto, que por esa causa deba soslayarse la promesa presidencial de la refrendación popular, además siendo uno de los principales puntos de la agenda entre las partes. Y menos que esa conducta furtiva pueda llevarse a cabo por la puerta de atrás, como se pretende con el hecho de que el acuerdo final se eleve a tratado internacional, con la subversión repentina y confusamente de alta parte contratante, y que con ello se haga supuestamente innecesaria la participación del pueblo para la legitimación del pacto.

 

Lo primero, volver el acuerdo un tratado internacional, es por descontado impropio y redundante. A nuestro juicio, en el transcurso institucional de la esquiva reconciliación colombiana es claro y definitivo que la Constituyente de 1991 fue precisamente autorizada por la Corte Suprema de Justicia, en aquella época, con el fin prevalente y casi exclusivo de conseguir la paz. Ese fue el fundamento de la convocatoria extra-normativa de la Asamblea del 91 y cuya plataforma todavía está vigente para los propósitos de hoy. Y que nadie ha derogado. De modo que la Constitución entendida como Tratado de Paz, según dijo textualmente el fallo de la propia Corte, en consonancia con las tesis del jurista y filósofo italiano Norberto Bobbio, que se adujo de doctrina principal, es suficiente para darle validez y blindaje jurídico nacional e internacional a lo pactado. Ello sobre la base de dar prioridad a los Derechos Humanos como único elemento supraconstitucional, de acuerdo con el artículo 93 de la norma de normas. Y a lo que la Carta debe su origen, naturaleza y desarrollo. El resto son redundancias, salvo por algún tipo de formalización o remisión de lo actuado a la ONU, si se quiere, pero que de lo contrario, bajo excesos inútiles, pueden incidir todavía más en las confusiones del proceso.

 

Es justamente en dirección de lo anterior, protocolizar el acuerdo como un Tratado de Paz, que se requiere de la refrendación popular. Y garantizar con ello el dictamen constitucional, tanto del preámbulo como del artículo segundo, de acuerdo con el cual es objeto del poder soberano del pueblo “asegurar la paz” y un fin esencial del Estado: “facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan”.

 

Mucho se ha dicho, entre oficialistas y opositores, que el país necesita además, y al respecto, una política de Estado. No sería válido, pues, que en ello solo concurrieran las ramas Ejecutiva y Legislativa del poder público, dejando incomprensiblemente por fuera la Judicial. Por eso nos gusta que la Corte Constitucional se involucre. Y se resuelva, a través de sus luces, los galimatías jurídicos en los que, todos a una, favorables y desfavorables al proceso quieren hacerlo naufragar en un mar de incisos y contradicciones inocuas.