*Un acto de fe en Colombia
*Ni minimalismo ni maximalismo
Decía Miguel Antonio Caro que no son las instituciones las que delinquen sino quienes las dirigen. Por supuesto que es así. Pero también es cierto que cuando éstas sirven de correa de transmisión a la corrupción, la ineficacia y el choque sistemático, no es dable atrincherarse en ellas y abstraerlas del problema. Porque las instituciones, en efecto, no son momias sino cuerpos de algún modo vivientes, con todas las potencialidades de hacer bien o mal, y que por igual merecen escrutinio permanente y cambios de fondo cuando es necesario.
Es ello precisamente lo que viene confirmándose. Porque el Tongo le dio a Borondongo y Borondongo le dio a Bernabé, en que se ha convertido el laberinto de la Corte Constitucional, es sintomático de lo que, como en otras altas instancias jurisdiccionales, se sospechaba y que se comprueba en lo que viene saliendo a flote por haber estallado la olla a presión. Y cuyo fermento no puede, por lo demás, resolverse con cumbres de poderes que más bien suenan a cenáculo entre partes interesadas, sino enfocándose en lo que es y necesita tratamiento de plano y urgente.
Estamos, nada más y nada menos, ante el espectáculo de lo que Álvaro Gómez llamaba con acierto el Régimen. En efecto un “sistema de compromisos y complicidades que está dominando la totalidad de la vida civil… en virtud de una red de impunidad en torno al aprovechamiento de los gajes del Estado”. Eso, a no dudarlo, cobra inusitada actualidad. Desconocer la gravedad del tema, pensar que con paliativos y aspirinas se resuelve el colapso, sería carencia de tono y conexión con las realidades nacionales.
No en vano, ciertamente, los sondeos han puesto al sistema de justicia en el sótano y el cambio drástico de percepciones, en los últimos tiempos, no es caprichoso ni gratuito. De hecho, son un reflejo preciso de aquellas realidades circundantes y obedecen a la sensación de que los pilares institucionales que se creían a salvo de casos perdidos, como el Congreso, también se han corroído. Por tanto, ha estallado una crisis de confianza que mejor vale tomarla en la dimensión correspondiente en vez de reducirla a la estrechez de un caso en particular que, si a todas luces grave y encausable, no se salda con el mero procedimiento, adelgazando la vista sobre todo lo demás y asimismo barriendo debajo del tapete.
De suyo, la exasperación venía tomando características dramáticas que no obstante, en un momento dado, se consideraron exageradas o tan solo una caricatura del problema. Pero las opiniones aisladas de algunos expertos, que ponían la voz de alerta incluso proponiendo la revocatoria de magistrados y altos operadores judiciales, han demostrado el anticipo exacto de la debacle que la mayoría, si bien sentía, no había tenido la agudeza de concretar. Y que hoy tienen un consenso social generalizado que es fácil comprobar, no solo en los comentarios de las redes, muchas veces si se quiere neutralizados por su tendencia al fatalismo y el resentimiento, sino en la ciudadanía del común, desconcertada e impotente frente a la idea de que no queda mucho por hacer y de que todas a una, las ramas Legislativa, Ejecutiva y Judicial, hacen parte de un mismo entramado. Lo que justamente Álvaro Gómez definía como el circuito de complicidades erosivas, en vez de las solidaridades conceptuales y orgánicas propias de la alta política para dirigir el Estado.
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<BODY TEXT>Surge la crisis, por supuesto, en el peor momento. Se negocia en La Habana con unas guerrillas que, ni en 50 años de acción terrorista, obtuvieron derrumbe semejante y que en cambio y de propia cuenta los agentes patógenos al interior del sistema han logrado, zahiriendo gravemente la democracia. El esfuerzo, por tanto, tiene que darse desde adentro, de manera que las defensas puedan por sí mismas, con vigor y autonomía, recuperar el organismo.
Existiendo una crisis de confianza institucional, donde lo que más interesa es recuperar la legitimidad en entredicho, no es lo más aconsejable hacer acopio de recursos ordinarios para problemas extraordinarios. Porque ello, si bien con un listado de intenciones reformistas, no apunta a resolver el problema que, como se dijo, radica en la regeneración de la legitimidad y la confianza públicas. Menos pensar que el Congreso, depósito de muchas de las sospechas que cunden entre los ciudadanos, pueda ser motor del viraje indispensable en la justicia. Pues si su propia reforma es por descontado una ilusión, en la que ya no creen ni los incautos, mucho menos ser lumbre y punta de lanza de lo que se requiere en la otra Rama. Todavía, en menor medida, constatado el espíritu quintacolumnista que al respecto anida desde la reforma anterior. Pero sobre todo porque aquí y ahora lo que se necesita es experiencia, idoneidad y competencia. Que no hay, salvo excepciones, en el Parlamento ya que precisamente su razón de ser es la de una aglutinación electoral heterogénea.
Tampoco la solución está, de otro lado, en el salto al vacío que supone convocar una Asamblea Constituyente, con sus métodos engorrosos, los umbrales inalcanzables, los mecanismos eternos, los peajes de trámite, en fin, todo una andamiaje estupendo para la retórica, pero previsto para que no ocurra nada. De hecho el pueblo está harto de que en vez de respuestas y soluciones bajo el escudo de un democraterismo anestésico y desenfocado, se viva y perviva, invocándolo a tutiplén, en la “república aérea” que también con tino profético advertía El Libertador.
De modo que ni minimalismo ni maximalismo. No la doctrina reduccionista, la de los paliativos; tampoco la de la hecatombe, que busca generar el vacío y acabar con todo. Están bien, claro está, solicitudes editoriales extraordinarias como las de la revista Semana, inclusive con su propósito ejemplarizante en la renuncia integral de los magistrados. De nuestra parte seguimos insistiendo en una Asamblea Constitucional (que no Constituyente) cuyos miembros de las más altas calidades, acorde con la variable de representatividad de todas las tendencias del Congreso y por designación bajo escrutinio público en el hemiciclo, se encarguen de esa misión impostergable en un número y tiempo razonables. Para ello se requiere concepto del Estado, interrelación de las escuelas, filosofía del derecho, filigrana jurídica y no simplemente la acción de votar a la bulla de los cocos.
Un trabajo serio en tal sentido fue el que intentó Alfonso López Michelsen, en la asamblea de 1977, venida al traste por el reduccionismo de la Corte Suprema que, a la larga, terminó bloqueando el sistema a través de los años. Pero al decir del Derecho, si se puede lo más, como se hizo y practicó en 1991 cuando el maximalismo por razón del bloqueo ya se había desbordado, se puede lo menos, con una reforma a la justicia ajustada a la técnica, las urgencias y la experiencia. En efecto, la política es el instrumento del bien común y el interés general. Sea ella, en el pleno sentido de la palabra, la que libre de coyundas pueda actuar al menos una vez en el país. Un acto de fe en Colombia, que se requiere hoy más que nunca.