Tras la mayoría de los comicios, ya sean nacionales, congresionales, departamentales o municipales, siempre surge en Colombia el eterno debate sobre qué hacer para acabar con los altos índices de abstención.
Luego de lo ocurrido el domingo pasado, al evidenciarse que sólo 4 de cada 10 ciudadanos habilitados para sufragar en la primera vuelta presidencial, efectivamente votó, la discusión ha vuelto a ser puesta sobre la mesa. Y, como siempre, no se escuchan nuevas ideas sino que se repiten los mismos cinco argumentos escuchados en el pasado. En primer lugar, que si bien hablar de niveles de abstención de 50, 55 o 60 por ciento puede resultar muy grave para la legitimidad de los sistemas políticos democráticos, en realidad esos son porcentajes que se repiten en muchos países. Gajes de la democracia representativa, en resumen.
El segundo argumento que sale a escena en estas discusiones acerca de la génesis de la abstención se dirige a que la apatía ciudadana para asistir a las urnas es la consecuencia de una clase política desprestigiada debido a la seguidilla de escándalos de corrupción, ineficiencia gubernamental y perversión del sentido de lo público y la función pública. En otras palabras, que la política, como un todo, tiene una lectura negativa de la población y que, por lo tanto, la gente no se ve motivada a ir a las urnas.
Existe una variable de la anterior hipótesis, pero que algunos analistas cuentan como la tercera razón que se pone en la mesa cada vez que se habla sobre las causas de la abstención. Se dice que generalizar la premisa de que la política tiene una lectura negativa por parte de la ciudadanía es exagerado. Por el contrario, se piensa que los altibajos en los índices de baja participación en las urnas lo que revelan es que la falencia está en las propuestas mismas de los partidos, los candidatos, sus perfiles y carisma, o incluso en el tipo de campaña que se realice o los hechos circunstanciales que la afecten.
En cuarto lugar está la tantas veces discutida propuesta en torno de que en los países cuya ciudadanía muestra una apatía marcada en materia electoral es necesario imponer el voto como obligatorio. De inmediato surgen defensores y contradictores de la idea. Los primeros sostienen que así se garantiza que los elegidos tengan un porcentaje de representación alto, pues la ciudadanía se ve forzada a conocer sus ideas y programas para decidir luego a quién le da el apoyo. Y los segundos, advierten que el voto obligatorio lleva por lo general a vicios de la democracia como el voto castigo, el voto protesta o el voto lunático, pues a la gente le molesta mucho esta clase de imposiciones, más aún en medio de regímenes democráticos.
Y, por último, está la discusión respecto de que el problema es que la ley de incentivos electorales en Colombia tiene alcances muy débiles, ya que prácticamente quedó limitada a un descanso de media jornada laboral o descuentos bajos en matrículas en universidades públicas que, por su propia naturaleza, cobran moderadas sumas a sus estudiantes por semestre.
¿Qué puede pasar con la discusión de ahora? En realidad los argumentos que se exponen son los mismos del pasado y, por ende, es muy posible que ocurra lo que siempre pasa: nada. Una vez se produzca la cita en las urnas del 15 de junio, el tema irá perdiendo eco e importancia, y sólo volverá a ponerse sobre la mesa en próximos comicios. A menos, claro, que el asunto se asuma de forma seria, decidida y definitiva en la próxima reforma política.