Un repaso por la historia de la cultura y de la especie humana es lo que Ricardo Silva Romero impregna en las páginas de su más reciente libro “Zoológico humano”, en el que sus personajes viven la experiencia de regresar de la muerte.
En esta nueva novela, Silva elige a Simón Hernández como su protagonista, un escritor bogotano con más ínfulas que obra, quien durante varios años ha estado presente a lo largo de varias de sus obras. Una versión de Ricardo, que no se atrevería a ser, pero que ha ido saliendo a flote en sus libros, así lo afirmó el escritor colombiano en una entrevista.
Hernández, quien en su viaje al inframundo por su muerte y antes de volver a su maltrecho cuerpo, se encuentra con siete personajes de todas las épocas y todos los paisajes: una martirizada monja tunjana del siglo XVII; un noble enterrador portugués que presencia la destrucción de Lisboa de 1755; una joven impostora, colaboradora de Dumas, que lucha contra la tiranía de su tiempo; un soldado alemán que durante la Primera Guerra Mundial batalla contra su propia violencia; un astronauta trastornado por la experiencia mística de viajar por primera vez a la Luna; una rabiosa rockera acechada por la fama de los ochenta; y una profesora china de apenas veinte años que se bate a muerte por recuperar la humanidad en el mundo del futuro dominado por las máquinas.
Son ocho tramas que tienen en común la defensa del individuo ante los yugos y la idea de que la muerte es una suerte de reivindicación si se logra volver a la vida, indica la sinopsis de “Zoológico humano”.
Para conocer más acerca de este nuevo mundo literario de Ricardo Silva, autor de “Relato de Navidad en La Gran Vía”, “Walkman”, “Tic”, “Parece que va a llover”, “Fin”, “El hombre de los mil nombres”, “En orden de estatura”, “Autogol” y “Érase una vez en Colombia”, entre muchas obras más, EL NUEVO SIGLO le trae un fragmento de “Zoológico humano”, que está en librerías desde este mes.
“Lunes 30 de mayo de 2016
Uno sigue siendo uno cuando muere. Lo digo porque lo sé, porque lo viví y porque lo puedo probar. Supe la buena nueva de mi muerte de la peor de las maneras. Ya estaba tumbado y anestesiado y profundo en la camilla de la sala de cirugía, donde por fin iban a extirparme las amígdalas putrefactas que no me dejaban ni hablar ni respirar, y le escuché a un residente atolondrado e inmisericorde las palabras «creo que le maté a su paciente, mi doctor, creo que se me fue la mano con el señor Hernández y que lo perdimos». Vino que oí el estruendo que oyen los muertos. Que vi mi propio cuerpo y mi espíritu se encogió de hombros entre esa oscuridad tan nueva. Que un vigilante me mostró mi vida como una comedia y me crucé con siete figuras extraviadas —y adopté e incorporé sus vidas— en el verdadero presente. Que volví a mí mismo a regañadientes y poco a poco fui entendiendo para qué. Pero yo sí se los puedo probar a ustedes: fuera de mí no hacerlo.
Yo me morí cuando ya se me estaban quitando las ganas de morirme, cuando ya no tenía claro si estaba muy cansado o si quería que se acabara la vida —«esta vida»— de una vez. Vivía con la garganta desgarrada. Apenas era capaz de tragar lo que tragaba: ¡glup! Tenía una vocecita estrangulada, ronca, como si los putos hechos se hubieran encargado de bajarme el volumen sólo a mí. Yo siempre he sido feo: eso sí. A mí nunca me ha gustado particularmente mirarme en el espejo. Pero además estaba jorobándome día a día, doblegado y cadavérico como un personaje secundario de novela rusa, porque seguía varado en lo que la gente llama «la peor época que he vivido»: solía descubrirme estremecido por una serie de traiciones que nadie más recordaba, sí, y envenenado por la vez que me robaron todos los archivos de mi computador, todos.
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Y, sin embargo, cada lunes me parecía más y más claro que no tenía alternativa aparte de vivir —y mucho menos tenía un plan B— porque cada lunes me gustaban más los fines de semana que pasaba con la paseadora de perros y con su hijo.
Yo me llamo Simón Hernández, tal como consta en el lomo de este libro, porque «Simón» significa «aquel que ha oído» en hebreo y porque «Hernández» era el apellido de la familia que se encargó de mi papá cuando su madre murió con los pulmones repletos de mugre y su padre prefirió largarse porque sí: porque así se hacía en el siglo pasado. Yo estaba en la mitad de la vida, en el atasco, en el embotellamiento, en el trancón de la mitad de la vida, cuando me morí. Había cumplido cuarenta años sin pena ni gloria ni festejo. De día trabajaba en la agencia de viajes de mi tío, que ahora administraban mis dos primos, con la mirada fija en la ventana. De noche visitaba a mi pequeñísima y seria y neurasténica y sonriente madre, que además era mi vecina, pero que desde la muerte de mi papá a duras penas salía de su apartamento.
Seguía siendo el autor de una reputada trilogía de novelas cortas escritas en mis veintes, de Cronos, Cosmos y Nomos, sobre una mujer que no encuentra la salida de una selva amazónica sin remedio, en blanco y negro e irrespirable por culpa de una peste que violenta a quienes se contagian —«Hernández ha hallado la alegoría definitiva de la Colombia patriarcal e inexpugnable: su tríada es una risueña zancadilla a la versión oficial de la Historia, un cortocircuito a este statu quo plagado de bufones, un jab directo a la mandíbula de una literatura al servicio de esa “gente de bien” que desde el principio de los tiempos ha sido cómplice de esta Violencia», escribieron sobre mí, en Revista Atlántica, en su especial de los mejores libros del maldito siglo xxi—, pero la última vez que me había encontrado con la gerente de la editorial me había dicho «mijo: tengo la bodega llena de sus libros» sin asomos de culpas ni rubores.
Y, como insinué en la página anterior, seguía sintiéndome la insaciable víctima —el caído digno de una ranchera— de una exesposa que me había negado a muerte sus rarezas y sus infidelidades.
Y se me amargaban las tardes si alguna de las mil y una señales de cada mañana me recordaba que un enemigo invisible —de esos que saben entrar a los computadores ajenos sin moverse de una habitación— me había robado todos los textos que tenía guardados en el disco duro de mi HP G1302”.