Por Emilio Sanmiguel
Especial para El Nuevo Siglo
La voz es preciosa. Con menos volumen del que me hubiera imaginado, pero corría perfectamente por la sala. Salvo un par de momentos algo tirantes en los agudos de las obras de Korngold, Renée Fleming no tuvo ningún contratiempo vocal en su presentación del pasado sábado en el Teatro Mayor; por el contrario, desde el primer instante sedujo a un público que, ya desde antes de haberla oído estaba rendido, como quedó muy en claro con la ovación de que fue objeto desde el momento mismo que pisó el escenario.
Tan entregado que hasta se dejó arrebatar por gestos de la diva, una mano al corazón en momentos cruciales de los textos, sonrisas cómplices, una mirada seductora y ensoñadora a los altos de la galería y hasta unos cumplidos exageradamente lisonjeros al teatro, que viniendo de una estrella que ha pisado todos los grandes teatros y auditorios del planeta… pues, como dice Marcello en «La Bohème», la de Puccini, claro,«Che non mi sembri sincer».
Pero, bueno, las grandes divas tienen instinto, y Fleming se percató de que el de Bogotá es un público particularmente susceptible a las lisonjas, de hecho uno de los más fáciles del mundo. No era así hace treinta años, cuando la belleza de Clama Dale, y el halo de leyenda que la rodeaba, no fueron suficientes para ahorrarle el abucheo que le propinó el público del Colón en «Il Trovatore» de Verdi.
Pero es de Renée Fleming y no de Clama Dale que se trata. Decía que su voz es particularmente hermosa, claro, es afinada, es segura, demostró saber de estilos hasta donde el programa lo permitía, además tiene el don de poder oscurecer la emisión hasta niveles inimaginables, no sólo en sus graves que son de una solvencia admirable, sino también en el centro de su extensión. Fleming puede, al repetir una frase, hacerlo con un color distinto y con el más extraordinario control de las notas de su «passagio», que son el dolor de cabeza de todos los cantantes que no lo tienen resuelto, eso que hace la diferencia entre una gran cantante y una que no lo es.
Además de la belleza vocal, Fleming es carismática, no al punto de la Norman, que el pasado año en su recital del Mayor se dedicó a cantar fruslerías dejando la sensación de que estaba haciendo cosas importantísimas, hasta sometió al auditorio como una «dominatrix» lírica: con un gesto de su mano mandó a callar al público, puso cara solemne y cantó otra bobería…
Fleming es distinta. Su presencia tiene algo de angelical, no exagera los movimientos y hasta podría ser calificada de austera en la escena, lo que siempre es bueno en un recital, pero cuando se permite un gesto, esa mano al corazón o los guiños al «paraíso» como dicen los argentinos, lo hace con un propósito inconfundible: ¡seducir!... como el pasado sábado, y como, repito, el de Bogotá es un público que se entrega antes de oír, pues las cosas debieron resultarle bastante fáciles.
Tan fáciles que nadie reparó en hacer las diferencias entre la voz y lo que hizo con ella. Porque si bien es de justicia decir, repito, que posee una de las voces más bellas, mejor timbradas más completas y más sólidas de las últimas décadas, también lo es que el programa de su recital fue el menos apropiado para destacar la profundidad y musicalidad de una de las cantantes más ovacionadas de los últimos años.
Porque seamos francos: salvo los tres «Lieder» de Richard Strauss, que fueron el único momento realmente sublime, sí, sublime, de la noche, y un poco la buena, que no extraordinaria interpretación de las «Ariettes Oubliées» de Claude Debussy, que fueron el inicio de espectáculo, el resto no fue más que un recital incompleto, porque fueron fragmentos originales para voz y orquesta y no había orquesta en el escenario sino un pianista, Gerald Martin Moore que más que pianista es un «Coach», es decir, un preparador de voces, que como pianista apenas es competente para preparar un recital, pero no para salir a escena a acompañar una gran diva… apenas competente, ni siquiera osó levantar la cola del Steinway a media altura y tocó con ella casi cerrada.
Lo más lamentable del programa, sin duda la selección de los «Chants d’Auvergne» de Joseph Canteloube, porque son obras cuyo encanto, especialmente el «Baïlèro», depende de la sugestiva orquestación que intenta describir el idílico paisaje del sur de Francia con sus juegos de timbres y distancias que ni siquiera quedaron insinuadas el sábado.
Tampoco muy acertada la selección de la «Canción del sauce y el Ave María» del «Otello» verdiano. En honor a la verdad Fleming hizo todo lo humanamente posible para que el tedio no se apoderara del teatro, y lo consiguió porque es una grande, pero si hemos de ser francos, no se trata de la más inspirada página del Verdi anciano, funciona bien como un remanso de tranquilidad entre el tenso final del acto III y el aterrador asesinato de Desdémona… pero por fuera de contexto, sin decorados, vestuario, y sin orquesta, ¡vaya disparate!
Y… ¿qué más hubo?, bueno, dos obras de Korngold, me imagino que en el aria de Marietta de «Die tote Städt», con orquesta nos pudo haber remontado a las estrellas, pero no. Además dos arias de la justamente olvidada «Bohème» de Leoncavallo y cierre con «Io son l’umile ancela», donde la altura le jugó una mala pasada y la obligó a cortar el «Fiato» del «crescendo» final, cuando Adriana dice «un soffio e`la mia voce, que al nuevo dì morrà», peligrosísimo accidente si le ocurriera ante un público conocedor, como el del Colón de Buenos Aires, pero con el de Bogotá no hubo problema, se entregó por anticipado y sin proceso de seducción.
¿Valió la pena? ¡Por supuesto! Oír una gran voz es siempre una experiencia y Fleming es una grande. Además, como decía, los tres Lieder de Strauss fueron una verdadera joya en medio, lo demás apenas aceptable.