AL MENOS en el mundo occidental, no ha habido una escuela en el último siglo que haya influido tanto en los procesos creativos. La Bauhaus, “escuela” o “casa de construcción”, rompió los paradigmas del arte, del diseño, del pensamiento y hoy, luego de 100 años de que Walter Gropius la inaugurara en Weimar, Alemania, sus ideas permanecen intactas.
Su historia es apasionante, pero, por encima de todo, frenética y productiva, por su corto lapso de vida. La Bauhaus empezó como un proyecto transformador en 1919, tras el desasosiego que había dejado la Primera Guerra Mundial y el Pacto de Versalles que llevaron a Alemania a implementar una extrema austeridad. Gropius y sus colegas, en medio de la crisis económica, propusieron reunir todas las artes, hasta la arquitectura, para formar una obra de arte “total”, conocida en alemán como “Gesamtkunstwerk”.
Osada para muchos, esta idea fue materializada por los eternos cuestionamientos de Gropius por su pasado burgués. Una de sus mejores biografías, escrita por Iona MacCarthy, revela que el líder la Bauhaus puso en tela de juicio “los Valores del Viejo Mundo”, aquél que seguía marcado por las ideas monárquicas de Prusia y sus aproximaciones estéticas, y, fundamentalmente, por una obsesión por la industrialización. En las noches, se dormía “al ritmo del ferrocarril metropolitano y el sonido distante de los golpes de alfombra”, escribe MacCarthy.
Es así como, acompañado de la idea de “arte total”, Gropius se obsesionó con la relación hombre-máquina y su preocupación por el auge de la Revolución Industrial. En un momento en que también, como comentaba Virginia Wolff, “el carácter humano cambió”, y, “de repente, a los artistas individuales se les concedió la libertad de diseñar el arco de sus propias vidas”. ¿Dónde quedaba el hombre?, se preguntó. Una inquietud, ahora más que pertinente, cuando la tecnología y los algoritmos empiezan a modificar nuestras capacidades cognitivas.
Jardín de infantes
El método, siempre una obsesión, era por ese entonces objeto de cuestionamientos. A comienzos del Siglo XX, un grupo de hombres en Viena, Austria, venía reflexionando sobre su sentido científico: prueba, error, variables, pero, sobre todo, falacias. La Bauhaus, a su modo, tomó algo de ellos y repensó el método educativo, para construir conocimiento de manera horizontal entre estudiantes y profesores.
“La Weimar Bauhaus era una especie de jardín de infantes para adultos, cuyas familias y niñez reales habían sido en muchos casos sumidas en el caos por la guerra”, escribe Dan Chiasson en The New Yorker, en referencia a un proceso de construcción de conocimiento de intercambio, de cuestionamiento, alejado de los paradigmas, inaugurando una manera diferente de educar.
En su manifiesto, escrito el mismo año de su fundación (1919) y titulado El Objetivo final de toda actividad artística es el edificio, se puede constatar dicha aproximación al método educativo. “El logro humano depende de la coordinación adecuada de todas las facultades creativas. No es suficiente enseñar uno u otro por separado: todos deben estar bien entrenados al mismo tiempo”, dice, y, agrega: “La Bauhaus era la sirvienta del taller y algún día estaría absorta en él. No habría maestros y alumnos sino maestros, jornaleros y aprendices”.
Fue así como la Bauhaus comenzó a cambiar los paradigmas del arte, no solo incluyendo un nuevo método educativo, sino enfocando toda la creación mediante un proceso colectivo. Buscó, entonces, unificar “toda la capacitación en arte y diseño” y conseguir una “unidad que tiene su base en el hombre mismo y que es importante solo como organismo vivo”, para construir una “obra colectiva”, que es el edificio.
Como objetivo primordial del proceso decorativo, no significa que el edificio, o la arquitectura, fuese el único proceso creativo que la interesara a la Bauhaus. La escuela transformó igualmente el diseño y el arte, no solo por sus principios, sino por la introducción da la cuadrícula, que se manifiesta desde en los edificios de Frank Lloyd Wright y I.M. Pei hasta las pinturas de Paul Klee.
El suizo Klee, tan conocido por su estilo surrealista y abstracto que derivó en el “arte degenerado”, no fue el único de los exponentes de la Bauhaus en pintura. Tras huir de la Unión Soviética, el ruso Vasily Kandisnky también hizo parte de la escuela y marcó un estilo basado en estudio de las formas, que marcó a pintores como Josef Albers.
La Bauhaus, al mismo tiempo en que empezó a dominar las artes plásticas, también empezó a impactar el diseño. Algunas obras son demostrativas de su impacto, como Las Sillas de Marcel Breuer (1925), conocida como La Silla Willy; La Tetera de Marianne Brandt (1927); La Lámpara de William Wagendelf; y, por supuesto, El Pomo de la Puerta de Bauhaus de Gropius.
Eso sí, como todo movimiento, el fundado por Gropius no estuvo ajeno a las críticas. En una tesis titulada From Bauhaus to Our House, el diseñador Tom Wolfe acusó a la Bauhaus de “blancura, ligereza y sobriedad”, eliminando el sentido del “afecto”, “el placer” y el “azar”. Varios críticos y artistas han compartido la opinión de Wolfe, aduciendo que representaba, al final, una camisa de fuerza para la libertad creativa.
A 100 años de su fundación en la parte oriental de Alemania, la Bauhaus está vigente en el mundo de las artes y, en momentos de escepticismo existencial y adoración a la tecnología, se convierte en un antídoto.