Por Emilio Sanmiguel
Especial para El Nuevo Siglo desde Cartagena
Diferente al menos con respecto de los anteriores. La VIII versión del Festival internacional de música de Cartagena, por ocurrido hasta el momento, efectivamente difiere de los anteriores.
Contrario a lo que se espera, la inauguración, que se llevó a cabo en el Teatro Heredia el pasado sábado 4, no abrió con una pieza festiva o monumental, sino con el debut colombiano del prestigioso dúo de las hermanas Katia y Marielle Labèque tocando la Rapsodia española de Ravel, una obra maestra, sin duda, y formidablemente tocada, pero extremadamente sutil y sin duda más apropiada para un recinto más íntimo, como las capillas de los Claustros de Santa Clara o Santa Teresa que para el Heredia. Pero, bueno, aceptemos que no hay normas para abrir festivales.
Enseguida apareció la orquesta norteamericana de cámara Orpheus para enfrentar, con las Labèque el Concierto para dos pianos de Francis Poulenc. Como era de esperarse, dado el prestigio de las solistas, y el de la orquesta, la interpretación, especialmente el segundo movimiento Larghetto fue excepcional.
Cerró programa la Suite de Pulcinella de Igor Stravinski. Orpheus ha construido su prestigio poniendo en práctica lo que en el siglo XVIII era la norma: tocar sin director y el hecho, naturalmente, tiene fascinado al público aquí en el festival; al fin y al cabo el espectáculo, paradójicamente por su falta de espectacularidad, tiene encanto. Pero la ausencia del director en obras como Pulcinella afectó el resultado. La Pulcinella de Orpheus fue impecable, porque son músicos de calidad excepcional, pero sólo fue impecable, apenas impecable y no siempre en música lo impecable es suficiente.
La noche siguiente, domingo 5, en el mágico entorno del Monasterio de la Popa, vino la gran decepción con uno de los programas que más expectativas despertaba: La historia del soldado de Stravinski. Las expectativas giraban en torno a la obra misma, cuya música no es propiamente la más magistral del autor de La consagración de la primavera, pero que por sus connotaciones teatrales es una favorita del público en el mundo entero y porque, justamente de la parte teatral se encargaría Omar Porras, el prestigioso director del Teatro Malandro en Suiza.
Porras, con su actuación francamente mediocre y con cierto desagradable tufillo de improvisación, llevó la iniciativa al traste y era lamentable ver espectadores dormidos por todas partes. En mala hora -pese a tantos antecedentes de buenas representaciones en castellano en las últimas décadas en Colombia- Porras o quien quiera que haya sido que tomó la decisión, resolvió, recitar a veces y a veces leer, en un francés de dudosos pergaminos el texto, intentando animar al auditorio con desplantes actorales lamentables, más propios de un principiante que de un profesional de su talla.
A la final quedó flotando en el aire que La historia del soldado es una obra en la que necesariamente lo teatral y lo musical tienen que ir de la mano y, los esfuerzos de los músicos de la Orquesta Orpheus no fueron suficientes para salvar del desastre el espectáculo.
En la primera parte la mezzosoprano Cristina Zavalloni, acompañada al piano por Andrea Rebaudengo, recorrió con bastante éxito, de Stravinski también, la colección de canciones Pribaoutki, El búho y el gatitoy Tilim-Bom.
Pero el mal sabor de la desastrosa Historia del soldado lo borraron el pasado lunes a las tres de la tarde las hermanas Labèque con una actuación a la altura de la leyenda que las rodea en la Capilla del Claustro de Santa Clara. Primero con Nubes y Ferias de Debussy en transcripción de Ravel para dos pianos, y luego con la Suite de Ma mère l’Oye para piano a 4 manos de Ravel: no me refiero a las cualidades que por supuesto se esperan de unas artistas de su talla, sino al colosal domino que tienen del sonido y sobretodo del estilo.
En la segunda parte, con las Labèque, un grupo de músicos colombianos -el Cuarteto Manolov, el flautista Cristian Guerrero, el clarinetista Gabriele Mirabassi, el contrabajista Mario Criales y el percusionista Guillermo Ospina- se dio el lujo de hacer una memorable interpretación del Carnaval de los animales de Camille Saint-Saëns.
Y ya para cerrar este recuento de los primeros días del festival, el concierto de la noche del 6 de enero en el Heredia. Un programa cortísimo, tan corto que la música a duras penas alcanzó los 40 minutos o algo menos.
Concierto brevísimo en tres partes. En la primera el violista Laurent Verney y Emmanuel Ceysson al arpa tocaron transcripciones, de la Elegía de Fauré y la Pavana para una infanta difunta y Pieza en forma de Habanera de Ravel. Muy bien, la interpretación y los arreglos, salvo el de la Pavana que francamente no le hizo justicia al original.
Luego Orpheus tocó el Preludio a la siesta del fauno de Debussy y Ma mère l’Oye de Ravel (gran idea darle al público la oportunidad de oír la misma obra en la versión para piano y la orquestal).
Nuevamente lo dicho: como son buenos músicos es prácticamente imposible que lo hagan mal. Perfecta la afinación, impecable el ensamble, intachables los ritmos, pero ni la sensualidad, ni las evanescencias ravelianas, ni las sutilezas, ni la magia de Debussy estuvieron presentes, sencillamente porque la ausencia del director. El público, claro, feliz, admirado, sorprendido.
Pero es que el público del festival de Cartagena no está compuesto por melómanos, los amantes de la música aquí no son la tónica sino la excepción. Si tuvieran la oportunidad de oír el Preludio con todas las sutilezas, la sensualidad y la voluptuosidad que encierra la partitura, podrían entender de qué se trata… y ahí sí enloquecer.