A PRIMERA vista el programa que trajo la Orquesta del Teatro Mariinsky de San Petersburgo, dirigida por Valery Gergiev, podía sonar desconcertante; abrir con Prokoviev, seguir con Debussy, luego dos arias de ópera, un concierto de Mendelssohn, un Shostakovich para cerrar con Stravinsky. Pero una son las cosas sobre el papel y otra muy diferente la realidad.
Porque fue una experiencia de esas que el auditorio difícilmente podrá olvidar. A la hora de la verdad, sí, fue un “tour de force”, pero también la ocasión de admirar por primera vez en el país el sonido, legendario y característico de las orquestas rusas, tal vez las únicas que lograron escapar de eso en lo cual cayeron durante la segunda mitad del siglo XX casi todas las grandes orquestas del mundo: un sonido tan similar que muchas de ellas terminaron sonando casi idénticas. En Rusia las cosas fueron a otro precio, gracias a la determinación de sus grandes directores, como Rudolf Barshai, el legendario Evgeny Mravinsky o Ilya Musin, que justamente fue el maestro, o uno de los maestros del protagonista de la triunfal presentación de la Orquesta del Mariinsky la noche del pasado lunes 9 de marzo.
Ya el público del Mayor había visto y aplaudido a Gergiev el 5 de mayo de 2016 al frente de la Filarmónica de Viena con Wagner y Tchaikovsky. Desde luego fue, como era de esperarse, un concierto memorable. Pero el del pasado lunes tuvo algo más. Ese “algo más” fue precisamente la experiencia de verlo con “su” orquesta, porque su vinculación con la del Mariisnky se remonta a 1988 cuando fue nombrado director artístico y en 1996 director general y artístico del teatro. Puedo estar cometiendo herejía musical, pero su actuación con la del Mariinsky fue aún más excitante que con la de Viena. Es que, sí, hubo algo más.
El programa abrió con la, estoy seguro, más extraordinaria versión de la “Sinfonía clásica” de Sergei Prokoviev que se haya oído, no en el Mayor, sino en este país. No se trató solamente de la exactitud, limpieza y fogosidad que exhibió la orquesta, ya de por si deslumbrante; se trató del empeño de llevar la música a los terrenos de la belleza, de decirle al público que el discurso sinfónico de Prokoviev no ha perdido un ápice de su originalidad y audacia y, también, como el título mismo lo dice, es “clásica”, en el sentido profundo de la palabra: de primer orden.
En seguida un leve retroceso en el tiempo para hacer el “Preludio a la siesta del fauno” de Claude Debussy. Otro momento cargado de magia, porque el Debussy de Gergiev no fue el mismo de tantos de sus colegas, no se excedió en el uso de la neblina sonora, en ciertos momentos fue absolutamente directo, el sonido brotaba con naturalidad, plasticidad y mucha sensualidad.
Enseguida dos arias de ópera rusa con el tenor Sergei Skorokhodov. Mejor dejar en claro que la ópera rusa sólo alcanza sus niveles de máximo esplendor cuando la hacen las voces rusas, lo que no es sinónimo de cantantes nacidos en Rusia; hablo de las voces de la tradición eslava, que tiene algo metálico en su sonido y mucha generosidad en la expresión, como la que mostró Skorokhodov en el “Romance del joven gitano” de “Aleko” de Sergei Rachmaninov y sobre todo en el aria de Lenski, “Kuda, Kuda” de “Evgeny Onegin” de Tchaikovsky, que debe ser la más famosa y querida de las arias para tenor de la ópera rusa.
Para cerrar la primera parte, el “Concierto en Mi menor para violín y orquesta, Op 64” de Felix Mendelssohn con Kristóf Baráti como solista. La que sobre el papel habrá sido la obra “desconcertante” tuvo mucho sentido porque fue en ese momento cuando Gergiev y el Mariisnky exhibieron una faceta hasta ese momento inédita: un cambio en el sonido, los rusos de San Petersburgo, como si de algo absolutamente natural se tratara fueron a ese sonido aterciopelado de las orquestas europeas y para completar, un solista de primer orden, de extrema pureza en el sonido y, bueno, toda la artillería técnica que Mendelssohn demanda sin caer en la peligrosa trampa del virtuosismo. Aplaudidísimo, Baráti tocó, fuera de programa, “Obsesión”, primer movimiento de la segunda “Sonata para violín solo” de Eugene Ysaye, ahora sí con el virtuosismo pirotécnico que demanda la partitura.
A estas alturas era ya sabido que la segunda del programa tendría la calidad que efectivamente tuvo. Gergiev, ya con el auditorio, totalmente seducido, se permitió versiones gloriosas, primero de la “Sinfonía n° 9, Op. 70” de Dimitri Shostakovich, compositor del cual él es una autoridad y para cerrar la noche, la “Suite del pájaro de Fuego” de Igor Stravinsky, otra de sus especialidades.