No es lo mismo ser profesor que maestro. Eso bien lo aclara la filóloga María Moliner en su Diccionario de uso del español, cuando dice que el primero es aquel que enseña una determinada materia. Para el segundo, doña María se permite decir que el título se aplica “con especial respeto, en vez de ‘profesor’, a la persona de quien se han recibido enseñanzas de especial valor”. Añade ella que el maestro es una persona de “extraordinaria sabiduría o habilidad en una ciencia o arte”.
El padre Tulio Aristizábal Giraldo, que murió en Medellín el pasado lunes, a los 97 años, fue un Maestro en toda la extensión de la palabra. Este sábado, a las 10 de la mañana, sus restos serán sepultados en la cripta de San Pedro Claver, en Cartagena; la iglesia a la cual dedicó los últimos 27 años de su vida.
La verdad es que a lo largo de esos 27 años, Tulio Aristizábal enriqueció la vida cultural de la ciudad en un sentido trascendental, Más allá de la importancia que de por si reviste el monumento en sí mismo y su conservación, con su aguda inteligencia él fue capaz de ir más allá de las formas para encontrar lo que ellas pueden hablarle al hombre contemporáneo para hacer perdurar la figura de San Pedro Claver como lo que fue, el Apóstol de los negros, en quien él veía, sin dudarlo, un defensor de los derechos humanos.
Con esa franqueza, que fue uno de los sellos de su decidida personalidad, no le tembló la voz para decir, “Hay esclavitud, mucha esclavitud hoy en día, lo grave es que la gran mayoría de los hombres y mujeres que vivimos en el mundo, no nos damos cuenta de eso y vivimos tan tranquilos”. Por eso se cuidó de estudiar la vida de Claver, escribió su biografía y se dio a la tarea de traducir todo el proceso de su canonización, un libro enorme que en septiembre pasado pudo poner en manos del s.s. Francisco, el papa jesuita.
Antioqueño de cepa, aún el acento paisa se sentía en su manera de hablar, pero también estaba orgulloso de su ancestro vasco porque descendía de Sebastián Aristizábal y Elgorriaga, que llegó a Antioquia en la segunda década del siglo XVIII para casarse, en San Jerónimo de los Cerros en 1719 con Luisa de Arbeláez Latorre. No estaba orgulloso de ello por banalidades de linajes, nada más ajeno a su austera personalidad, se enorgullecía ser vasco porque vasco era Ignacio de Loyola el fundador de la Compañía, de la cual formó parte durante 81 años.
Austero como era, ese sentimiento afloraba en las circunstancias más inesperadas, como esa noche cuando desde los enormes parlantes del poderoso equipo de sonido de su sobrino Adolfo Aristizábal Taylor rugió el Himno de la Compañía en las voces del Orfeón Donostriarra.
Porque olvido decir que era un gran melómano, uno de los de verdad y la música ejercía sobre él la seducción que le permitía expresar abiertamente sus emociones más íntimas: Mozart todo, las sinfonías y los conciertos de Beethoven, la Sinfonía Titán de Mahler, sencillamente adoraba la música.
A Cartagena llegó luego de desempeñarse durante 21 años como decano del medio de la Facultad de Arquitectura de la Javeriana. Allá dejó una huella imperecedera, como decano y como profesor de Historia del Arte. Generaciones de arquitectos y diseñadores pudieron de su mano entender lo que significaba la denuncia dramática del Naufragio de la Medusa de Géricault, el manejo de la luz de las obras maestras del impresionismo, la fuerza telúrica de las Puertas del infierno de Rodin, la profundidad del Guernica de Picasso y cómo esas expresiones se entretejían con la esencia misma de la arquitectura. Tan honda esa huella que años más tarde, la Javeriana le reconoció que era tan arquitecto como sus discípulos y le otorgó el Honoris causa.
Porque se enseña y se educa con el ejemplo: Si quiero ser buen profesor tengo que tener firmeza en mis conocimientos, para que eso que enseñe sea útil y que quienes me oyen se diviertan y gocen con ello.
Un gran hombre. Un ser humano excepcional. Un verdadero Maestro.