SÍ, el festival tiene mil caras, que van desde el circo y la danza hasta la vanguardia. Pero hay una faceta de la que no se puede prescindir; los clásicos. Que son ese puñado de obras, y autores, que son la base de la pirámide: los antiguos griegos, los españoles del siglo de oro, los franceses del XVII y el XVIII, Ibsen, Wilde y sobretodo Shakespeare: un festival de teatro sin Shakespeare ni es festival ni es de teatro.
Esta XIII edición trajo dos: el Macbeth de los georgianos en el Libre de Chapinero la semana pasada que, seguramente sea su obra más vista a lo largo de todos estos años y el Julius Cesar que viene a estrenarse en Bogotá apenas con cuatro siglos de retraso, puesto que se presume su primera representación ocurrió en Londres hacia 1599.
Considerada una sus grandes creaciones, por una especie de casualidad, se presentó la tarde del jueves en el Teatro William Shakespeare en los extramuros del norte, con puesta en escena de Arthur Nauzyciel del Centre Dramatique National Orléans; como se ve, una compañía francesa.
Nauzyciel reúne un elenco aparentemente heterogéneo, con actores de diversas nacionalidades, que actúan el texto original, en inglés; lujos que se pueden permitir estos directores y estas compañías que trabajan para un público que lleva cuatro siglos viendo Julio César. Sigue la tendencia tan en boga de los directores contemporáneos que experimentan con ubicar estos dramas históricos en otros contextos; en este caso trae el asesinato de César a los años sesenta y el asunto funciona, como funcionaría en la Italia de Musolini, en la Alemania de Hittler, en la Rusia de Stalin, en el San Peterburgo de Pedro el Grande o en la Colombia de Uribe -¿por qué no?- justamente porque se trata de un clásico, una obra por encima de todo y con una fuerza dramática más profunda que la anécdota que narra. Porque lo que importa es lo que Shakespeare quiere decir, la manera como lo dice y el modo como lo hacen los actores, algunos resolvieron que el contexto es el mundo de los Kennedy, como si lo único que hubiera ocurrido en los sesenta fueran los Kennedy, con su matriarca, Jacqueline, Marilyn…
Independientemente de la fortaleza de la obra, es cierto que la escenografía de Ricardo Hernández es un logro, que el vestuario de James Schuette un acierto de sobriedad y bien gusto y que la propuesta de Nauzyciel de separar las grandes escenas con intermezzi de jazz le da un respiro al auditorio, porque el texto es denso y profundo: los parlamentos de Bruto y Casio en la escena II del acto I son como para dejar sin aliento al más veterano de los actores y aún les quedan por delante sus intensas intervenciones del Acto V.
Tremendos actores, James Waterson hace un Brutus excepcional, y está arropado por un elenco que entiende perfectamente el concepto muy á la francaise por la sobriedad del movimiento y una gestualidad controladísima: Karl Baker Olson, Stefan Hallur Stefansson, Robert Davenport, Isma’il Ibn Conner, Daniel Le, Neil Patrick Stewart, Gardiner Comfort, Daniell Pettrow, Roy Faudree, Luca Carboni, Jeremy Browne, Sara Kathryn Bakker que, en la mejor tradición Isabelina asume los dos roles femeninos, Porcia la mujer de Bruto y Calfurnia, la de César.
Trece actores se encargan de los treinta y cinco roles, así era en tiempos de Shakespeare y así en los que corren, porque no muchas compañías están en condición de contar con tantos actores cuantos personajes haya o con el presupuesto para conseguirlo.
Ya para terminar: es una obra densa, que requiere concentración del público y sobretodo de los actores. Por eso sorprendió, a la altura de la segunda parte de la producción, cuando el timbre de un celular sacó de personaje al James Waterson, el actor inmediatamente dirigió su mirada irritada al propietario del aparato quien con cierta parsimonia acedió a apagarlo. Para sorpresa del auditorio, un actor, veterano, padre de actores y cantante : Si la sal se corrompe…