Schubert no fue famoso en la Viena de su tiempo. En primer lugar porque su tiempo fue el mismo de Beethoven y el autor de la Quinta sinfonía era extremadamente famoso, así fuera medio incomprendido. Tampoco tuvo tiempo de serlo, porque de los grandes compositores fue el que murió más prematuramente, en 1828, al año siguiente de Beethoven: tenía apenas 31 años.
Schubert no sería famoso, pero tenía amigos, que lo querían sinceramente, lo respetaban y lo admiraban como compositor. Tanto así que periódicamente se reunían para oír su música, en una atmósfera en la que esta iba de la mano con la bohemia.
El poeta Franz Schober, uno de sus amigos más entrañables, fue quien resolvió denominar Schubertiadas a esas reuniones, que llegaron a gozar de cierta popularidad en el medio intelectual vienés de principios del s. XIX. En 1976 al barítono Alemán Hermann Prey se le ocurrió revivirlas y su iniciativa se convirtió en uno de los festivales más prestigiosos del verano europeo. Hoy en día cuando los conciertos, especialmente de música de cámara, gravitan alrededor de Schubert, resulta inevitable no pensar en las Schubertiadas y recordar que de que de los grandes maestros asociados con Viena -Mozart, Haydn, Beethoven, Strauss, Mahler- Schubert fue el único que nació en la capital del Imperio austrohúngaro, en 1797.
Lo de esta crónica, que parecía revivir las Schubertiadas, ocurrió la tarde del pasado sábado 27 en el auditorio Teresa Cuervo del Museo Nacional con la presentación de Doce cantos. Porque la convocatoria del barítono bogotano Diego Villegas, ligado a Viena y afincado en Italia, tuvo algo del sabor de las Schubertiadas, aunque la música de Schubert apareció sólo en una oportunidad a lo largo de la tarde. Fue el momento más significativo porque flotó en la atmósfera del auditorio la sensación de que lo se estaba haciendo en el escenario era, como en tiempos de Schubert, producto de la camaradería, la fraternidad, el amor por la música y la necesidad de compartirla.
Ese momento fue la interpretación de El rey de los elfos que, del programa, era la obra más exigente. Villegas compartió con el auditorio que sería su primera interpretación, en público, de una de las más altas cumbres -¿la más?- del repertorio Liederístico de todos los tiempos. Recordó que Schubert lo escribió cuando apenas tenía 18 años y, hasta donde el tiempo se lo permitió, trajo a colación que Goethe, el autor del poema, menospreció, o por lo menos ignoró el Lied, que Schubert le envió a Weimar. No tuvo tiempo para salvarle el pellejo a Goethe que, si hizo lo que hizo -ni siquiera agradeció al compositor el gesto de poner en música su balada- fue por confiar más de la cuenta en su asesor musical, Carl Zelter, que debió encontrar extremadamente audaz para su gusto el Lied, puesto que que era más sensible a la música del pasado que a la de los compositores románticos.
Para lo que sí tuvo tiempo Villegas fue para interpretar el Erlkönig de Schubert/Goethe de manera responsable, seria y con momentos de honda intensidad; no quedó la menor duda de que en su interpretación sí estaba la búsqueda incesante de darle el color a las cuatro voces del relato. Ahora, también habría que añadir que para ello jugó un papel decisivo el trabajo del pianista Jonathan Söderlund, que no se limitó a acompañar la voz, sino que se compenetró a tope con el dramatismo de una obra donde el piano es el encargado de crear esa atmósfera de incesante urgencia.
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No está por demás observar que oír en Colombia el Erlkönig de Schubert es una rareza y no es exagerado afirmar que las veces que se ha oído en Bogotá, en los últimos cien años, caben en los dedos de una mano y sobran.
Lo del pasado sábado fue el resultado de una propuesta del barítono Villegas al Museo para desarrollar un espectáculo didáctico en el auditorio Teresa Borda para compartir con el público el milagro de la voz humana, del canto y la inmensidad de su repertorio. Todo desarrollado a lo largo de un relato, los Doce cantos del título, en el cual se fueron hilvanando las obras, a partir del clasicismo de la segunda mitad del s. XVIII hasta nuestro tiempo. Como quien dice, entre Mozart y Felipe Hoyos, un compositor colombiano.
Para conseguirlo contó con la participación de la mezzosoprano Valeria Bibliowicz, que se le midió al aria de Rosina, Una voce poco fa del Barbiere di Siviglia de Rossini, de la que salió bastante bien librada porque, eso se sabe, hacer arias de ópera sin orquesta pone la voz en un compromiso altamente riesgoso y mucho más si se opta, como optó, por unas cadencias no muy gratas para resolver sin el apoyo instrumental. Bibliowicz lució más a gusto y más relajada en George del norteamericano William Bolcom, del ciclo Canciones de cabaret sobre el poema de Arnold Weinstein. Secundó a Villegas en los duetos oídos durante la segunda parte del programa, el de Susanna y el Conde del acto III de le nozze di Figaro con libreto de Da Ponte y el del acto III de Die Zauberflöte, libreto de Schikaneder, ambas óperas de Mozart.
Diego Villegas, el factótum de la tarde -cantaba, dirigía e ilustraba al público sobre las obras- abrió con una novedad, Songs my mother taught de Charles Ives, sobre el inmortal poema del checo Adolf Heyduk, que seguramente se hacía por primera vez en Colombia. También hizo Vecchia zimarra de La Bohéme de Puccini, La Calunnia de Il barbiere rossiniano, una lograda Ja das schreiben und Lesen del Barón gitano de Johann Strauss y una muy cuidadosa y bella versión de Algún día, de Jaime León sobre el poema de Dora Castellanos, que cantó sin ahorrar sutilezas, Söderlund en el piano pudo recrear esa atmósfera evanescente del original, que en tantas ocasiones se oyó en Bogotá en interpretación del compositor, que como pianista era formidable.
En resumen: una grata Schubertiada.