Los Molinos, un patrimonio histórico al borde del colapso | El Nuevo Siglo
Diego Fonseca | El Nuevo Siglo
Domingo, 13 de Octubre de 2019

Ubicada en la localidad Rafael Uribe fue, hace casi 400 años, un epicentro económico de la capital colonial. Tercera entrega de “íconos capitalinos en el olvido”

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EN medio de la gran urbanización que creció a pasos agigantados en los últimos años, conformada por los barrios Marruecos, Diana Turbay, San Agustín, Palermo y Los Molinos, se encuentra un lugar que desentona con las innumerables construcciones. Es un terreno extenso con algunos árboles, pastizales altos y una casona colonial semidestruida que en los siglos XVII y XVIII fue una de las más grandes procesadoras de trigo de Bogotá.

Pero la imponente hacienda, con cientos de historias que ahora van quedando en el olvido, no está del todo abandonada, pues Rosario Cajamarca y su familia habitan en ella desde hace más de 30 años, décadas en las que han visto cómo la vida se le va extinguiendo a ese lugar, ícono de la capital.

El lugar de los tesoros

La historia de la construcción de la hacienda, que aún cuentan algunos lugareños, data de 1630 cuando el terreno tenía alrededor de unas 500 fanegadas de extensión y pertenecía a los españoles que cedieron el lugar a la comunidad religiosa conocida como los Jesuitas. Fueron ellos que desde las lejanas tierras europeas trajeron al Nuevo Mundo unas enormes piedras con las que construyeron molinos para procesar el trigo que cultivaban en los alrededores, los cuales eran movidos por las aguas de la quebrada Chiguaza que pasaba por allí.

Algunas décadas después el predio fue expropiado a los religiosos y la hacienda, junto a la casona, quedaron abandonadas por más de 80 años hasta que fue vendida a la familia Morales, quienes la convirtieron en su vivienda y la engalanaron con otras construcciones con aires imborrables del legado español.

“Yo llegué aquí el 22 de julio de 1987”, relata Rosario Cajamarca, la cuidadora de la hacienda que conoció el amor y vio nacer y crecer a sus hijos en medio de esa gran casona que ahora recuerda con nostalgia.

“Todo esto estaba rodeado de árboles cuando yo llegué, era muy bonito, nada parecido a cómo está hoy. Tenía unos jardines hermosos y una pileta, las habitaciones estaban tapizadas y en el dormitorio de los patrones había un jacuzzi. Yo todo se los mantenía bien limpio y cuidado, porque era muy bello.”

Una de las estructuras que en esa época conservó la familia fue la capilla en la que, según se relata, contrajeron nupcias Samuel Moreno Díaz y María Eugenia Rojas, hija del general Gustavo Rojas Pinilla.

Las paredes de la casona se adornaron con cuadros y trofeos, como el que aun corona la entrada a un sótano, la cabeza de un toro comprada por el dueño de la hacienda en los años 40 y que es nada más y nada menos que el animal que sacrificó el torero español Manuel Laureano Rodríguez, alias ‘Manolete’, en la plaza de La Santamaría de Bogotá.

La historia de aquel trofeo se popularizó en el sector y llegó a oídos de los ladrones que una noche intentaron robarla, una hazaña truncada por Juvenal, el esposo de Rosario que tras perseguirlos la logró rescatar cuando la dejaron botada en un potrero cercano.

“Aquí se metieron muchas veces y se robaron varias cosas bonitas que habían. De la iglesia no dejaron nada porque hasta el piso se llevaron. También han hecho huecos a los alrededores porque dicen que aquí hay guacas y tesoros enterrados”, cuenta Rosario.

Fue así, con esa incursión de más y más personas en el sector que rápidamente los verdes terrenos circundantes de la gran construcción empezaron a ser reemplazado por zonas urbanísticas. Esto se dio cuando la familia Morales descubrió que la tierra albergaba un tipo de material perfecto para la fabricación de ladrillo y gravilla, por lo que empezó arrendar pedazos de terreno para la extracción del producto y la construcción de chircales en los que se elaboraban ladrillos artesanales.

La huella del tiempo

Esa hacienda, que resistió al fuego en la época que habitaron los Jesuitas, los invasores que constantemente tratan de tomarse los terrenos para construir un rancho, y saqueadores en busca de un monumental tesoro inexistente, no pudo hacerle frente al tiempo, ese enemigo silencioso pero determinante que lentamente fue carcomiendo el esplendor que la caracterizó en el siglo XX.

Del maravilloso lugar de los recuerdos de Rosario queda muy poco. Hoy, la monumental casona se derrumba a pedazos y lo que queda amenaza con caer, pues grandes grietas se extienden por cada una de las paredes que aún se mantienen, los pisos de madera resuenan al pisarlos y por los techos se traspasa la luz y la lluvia.

Por la quebrada Chiguaza, cuya fuerza movió los molinos, pasa un hilo de agua totalmente contaminada, y el sector se volvió un referente de criminalidad. Cerca está la cárcel La Picota y los horizontes que llevan hacia una zona geográficamente histórica por el conflicto que se desarrolló en la recordada zona del Sumapaz.

En un tiempo se habló de convertir el lugar en el Parque Museo Hacienda Los Molinos y con el Decreto 619 del 2000, que establece el Plan de Ordenamiento Territorial de Bogotá, se declaró el terreno como una zona protegida. Con el Decreto 606 del 2001 se declaró la casona, la capilla y sus alrededores como patrimonio histórico de la ciudad. Sin embargo, los planes de su recuperación aún están a la espera por asuntos jurídicos.

Los pocos que conocen la historia de este patrimonio histórico desean que los proyectos que les prometieron para convertir la hacienda en un parque zonal, se hagan realidad. Ellos mismos han buscado alternativas para preservar el lugar a través de fotografías que años atrás exhibió Jair Maldonado para sensibilizar a los ciudadanos y las autoridades distritales; los dibujos elaborados por Roberto Acuña, residente del barrio; y los escritos que Rosario hace en sus tiempos libres para mantener viva la historia de la Hacienda Los Molinos, aunque sea en el papel.