Hace unos años, el hermano de Martín Franco intentó suicidarse. Así como también su padre, en una fiesta de navidad, quiso golpearlo, estaban borrachos. Hace muchos años, su abuelo campesino escribió dos libros. Hace un par de décadas, con la idea de iniciar sus estudios en periodismo, Martín dejó Manizales, la ciudad donde disfrutó de una infancia privilegiada en medio de una sociedad arribista y de males atávicos.
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Hace pocas semanas, Franco publicó su ópera prima, titulada “La sombra de mi padre”, bajo el sello de la Editorial Planeta, una obra testimonial que recorre, con verdad, los caminos más oscuros de su relación familiar, con su padre y hermano, en particular.
A través de la autobiografía, de la exposición, de la indagación en los miedos sembrados en el marco de una cultura conservadora y machista como pocas, Franco se cuestiona e intenta responderse sobre el origen de sus conductas.
Los renglones en “La sombra de mi padre” bordean trochas rocosas en las que el trago, o la costumbre de beber hasta la inconsciencia para, como dice el filósofo caldense Pablo Arango, “suprimir el pensamiento”, puede ser la piedra que genere la caída: el aguardiente es el líquido de iniciación, o más bien, de transición, hacia la adultez (chupamos para ser hombres), buscamos en la botella el éxtasis efímero que produce el exceso de copas. Pero, un día cualquiera, protagonizamos una bochornosa escena en la que gritamos nuestras verdades e insultamos a la familia. Ahí, a lo mejor, entendemos que las borracheras dejaron de ser divertidas.
“La forma de beber acá es muy compleja”, asegura Franco en conversación con la Agencia Anadolu. “Viví un año largo en España y allá también se tomaba mucho, pero era diferente. En Colombia bebemos es para darnos durísimo en la cabeza y eso tiene sus consecuencias. Cuando hay temas susceptibles de fondo, sumados a las cargas que uno tiene, pues obviamente (el trago) se puede convertir en un detonante”.
Además de la relación entre padre e hijo, en ocasiones descompuesta por el licor, “La sombra de mi padre” también es un texto que habla del deseo de emancipación, de oponerse a los estereotipos y de aceptar la fragilidad masculina no como una deficiencia incorregible, sino como una virtud.
En palabras de Christopher Tibble, editor del libro, “La sombra de mi padre” es “un potente e iluminador relato sobre el peso de los legados, y sobre esa íntima batalla que se libra dentro de cada uno de nosotros entre lo que percibimos como nuestro destino heredado y la posibilidad, solo la posibilidad, de librarnos de esa carga”.
“Cuando salí de Manizales empecé a darme cuenta de muchas cosas con las que había crecido y que tal vez no quería repetir”, cuenta Franco.
“Por ejemplo, no quería repetir eso de que uno no se pueda mostrar frágil, de que uno tiene que ser un varón. Mi papá me decía: “Los hombres no lloran”, lo cual es muy chistoso porque yo creo que ese es un patrón cultural que no solo se repite en el Eje Cafetero, sino en muchas partes del país e incluso, del mundo. No nos hace menos hombres aceptar que somos vulnerables”.
Para Marcela Villegas, figura fundamental en la creación del libro, “el valor más importante de “La sombra de mi padre” es que nos invita a enfrentar los temas incómodos, a hablar de las cosas que afectan a nuestras familias, las imperfectas, las de verdad”.
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Como Karl Ove Knausgard en “Mi lucha”, como Fernando Vallejo en su obra, como James Rhodes en “Instrumental”, Franco traiciona esa máxima de “nunca sacar los trapitos al sol” y, en un ejercicio narrativo de honestidad absoluta, a veces brutal, expone parte de su intimidad consciente de las consecuencias.
“Yo me leí “La muerte del padre”, de Knausgard, y lo que me pareció más valioso es que uno se reconoce en muchas de esas relaciones con los seres queridos. Obviamente ese tipo de obras para mí han sido súper importantes; por ejemplo, la literatura que gira en torno al padre como la de Hisham Matar, o J.R. Ackerley, con “Mi padre y yo”, o la del peruano Renato Cisneros. Me gusta la sinceridad de estos textos que yo llamo de ‘autoficción’ porque, más allá de ser una crónica periodística sobre los hechos, es una cosa de recuerdos. En mi libro hay un epígrafe de Claudia Piñeiro que dice: ‘Los recuerdos son nuestros y entonces en ellos no hay ni verdad ni mentira’. Yo me acuerdo de lo que pasó, pero entiendo que mi padre o mi hermano digan que eso no fue así. Todo, pasado por el filtro de la memoria, que además de ser muy caprichosa, es muy diferente para cada uno”.
“En el libro yo sé que hay rabia mía y lo acepto”, continúa Franco, “aunque esa rabia es también de todos. He sentido que para mi papá sigue siendo muy complejo el hecho de verse expuesto y más en una sociedad como la manizaleña. Lo que quisiera es que, en algún momento, este tipo de cosas sirvan para que él comprenda que la gente no está leyendo para juzgarnos, sino que lo hace porque ahí ve reflejada su propia historia. Y en el libro más allá de la rabia, también hay amor. Lo que pasa, hermano, es que son dos caras de la misma moneda”.
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En esos dos sentimientos, que parecen estar destinados a contraponerse, es que Franco encuentra el equilibrio de su relato. Porque quién mejor que un hijo, atravesado por la lucidez y la ira, para juzgar al padre que adora.