Por Emilio Sanmiguel
Especial para El Nuevo Siglo
A VER : ¿Por dónde empezar?
Bueno, por la producción misma. Porque llevar a la escena un clásico tan conocido, como The sound of music de Rodgers & Hammerstein II entraña un riesgo enorme. Porque fue llevado al cine, con la actuación de Julie Andrews y Christopher Plummer y se convirtió en un clásico de esos que se arrasan con los benditos óscares. En Bogotá, como La novicia rebelde, era la película de planta del Teatro Palermo en la 45: cuando cumplió un año en cartelera hasta sirvieron ponqué a los espectadores. Lo propio, guardadas proporciones, ocurrió en el resto de ciudades: la matiné del estreno en el Teatro Santander de Bucaramanga, demoraron más de la cuenta la apertura de la taquilla, se armó la de «Dios es Cristo» y el tumulto se volvió motín…
Ese era el riesgo. Todo el mundo tiene en su memoria una imagen de La novicia, pero de la película, de una superproducción cinematográfica, no de una para el teatro. Porque en este país hay musicales porque María Isabel Murillo los hace. Y punto. De otra manera el espectáculo no existiría en el menú cultural de esta ciudad de millones de habitantes.
Pues bien: el primer acierto es justamente distanciarse de la versión cinematográfica. Desde luego, los amantes de las puestas en escena de tarjeta postal, con los Alpes al fondo y todas esas cosas, deben andar desencantados. La propuesta escenográfica de Hernán Peñuela le apunta a las sugerencias y saca partido del platillo giratorio del escenario del Colsubsidio, las escenas en el convento son logradísimas y las de la casa de los von Trapp ingeniosas.
Ahora bien, donde el diseño de los decorados alcanza su máxima expresión es en los clímax que cierran los dos actos, cuando el sugerido realismo se torna abstracto y la escenografía misma se funde con la música: es decir, en el Climb every Mountain de la Abadesa y la Apoteosis del final.
Buen trabajo de diseño el vestuario de Juliana Reyes y las luces de Humberto Hernández. El sonido de Alejandro Zambrano, al menos para la función de la noche del miércoles, ameritaría mayor cuidado en la nitidez de la amplificación. Y bien la orquesta bajo la dirección de Ricardo Jaramillo.
Un gran elenco
No me cabe duda sobre el trabajo concienzudo del casting del elenco. Porque ver a los siete niños von Trapp actuar, seguir la marcación coreográfica con absoluta precisión, cantar impecablemente y hacerlo con naturalidad parece sencillo. Pero no lo es. Lo que hacen María José Camacho (que buen desempeño en la coreografía del director general de la puesta en escena, Mitch Sebastian, con sus Jetées impecables y peligrosos), Daniel Ayala, Cristina Rueda, Matías Ramírez, Isabela Domínguez, Sara García y Mariana Rojas, es admirable y en cierta medida la piedra angular de la producción, porque dependiendo del cristal con que se lo mire, los niños von Trapp, pueden ser los verdaderos protagonistas.
Acierto absoluto, sin duda, la elección de Mónica Danilov para el protagónico de María. Tiene la belleza angelical del personaje, con su tris de picardía comunica juventud y vitalidad y deja la sensación de que ama el personaje y está en posesión del tipo vocal para resolverlo: es soprano, lo suficientemente lírica para hacerlo con propiedad, pero sin la impostación excesiva que le permite que el cambio de color entre voz hablada y cantada no resulte abrupto.
Bien el Capitán von Trapp de Hyalmar Mittroti, su voz baritonal es más impostada, más contundente y asentada sobre todo en el registro grave, una buena decisión para conseguir transmitir la autoridad del personaje: lo mejor de su trabajo vocal es la forma como trabaja los momentos de profunda emotividad.
Y del elenco de actores una mención en particular: para la Baronesa de Juliana Reyes, su personaje resulta tan afectado y antipático que toca rendirse: ¡qué actuación tan convincente!
Sofía por siempre
Quienes en este país amamos, perdón, adoramos la ópera, le debemos a la mezzosoprano soprano Sofía Salazar los momentos de mayor intensidad que se hayan vivido en las temporadas líricas en Colombia en décadas, desde cuando debutó siendo casi una niña como Ulrika de Ballo in maschera, luego con Azucena del Trovatore que hizo enloquecer al teatro, una apasionada Santuzza de Cavalleria rusticana, su picantísima Dorabella del Così mozartiano y la cumbre de su Carmen de Bizet.
Sofía, con un Premio Verdi a sus espaldas, que jamás la mareó, lleva en su garganta el don de una voz prodigiosa y en sí el talento innato de la actuación, que aquí pone al servicio del rol de la Madre abadesa. Para quienes la hemos admirado desde siempre, nos alegra que sea su personaje, es decir, ella, la encargada de los dos momentos, musicales y dramáticos que cierran los dos actos, los clímax de La novicia. Ella con ese instinto sobrenatural que la ha acompañado a lo largo de su carrera (la carrera que ella misma eligió), los lleva y nos lleva a las estrellas.
Con los años, su voz, que desde los inicios poseyó graves de excepción, ha evolucionado y sus graves han adquirido el color y timbre de la auténtica contralto; como la abadesa se ha cuidado de «impostar» cautelosamente, obviamente su personaje, por autoridad, puede permitirse una presencia vocal más contundente, pero ella la mesura: no me extraña, además de gran cantante, siempre ha sido gran colega... algo de lo que no podían alardear algunas de sus colegas.
Señores directivos de las orquestas locales: ¿Se llegó el momento de oír a Sofía Salazar en obras de la trascendencia de La canción de la tierra de Mahler?