Por: Emilio Sanmiguel
Especial para El Nuevo Siglo
La sola idea del virtuosismo saca de quicio a los ortodoxos del arte. En todos los estadios.
A los pintores capaces de retratar la realidad con detalles que no consigue la fotografía se los tilda de estériles para tomar partido por los artistas conceptuales que apilan objetos, o amontonan cosas que, supuestamente, traspasan lo tangible para recrear “reflexiones filosóficas” que luego se venden en cientos de miles de dólares.
Con los músicos ni hablar. Porque desde que apareció Paganini a principios del siglo XIX la reacción fue tan terrible que los moralistas argumentaron hasta que habría vendido su alma a Satanás para conseguir el dominio sobrenatural de su instrumento.
Y con la danza ya es el tope. Porque los límites entre lo absolutamente virtuosístico y lo esencialmente dancístico son imposibles de definir. Porque el dominio artístico de la danza sólo se consigue cuando el bailarín logra, a punta de esfuerzo físico y entrenamiento atlético, dominar el cuerpo y hacer de él un instrumento de expresión. Cuando ese control es absoluto viene la reacción y saltan los ortodoxos que tildan de acróbata al bailarín…
Pero al otro lado está el espectador. El coprotagonista de este asunto. Ese personaje que sueña con colgar en la pared de su casa un original de Luis Caballero que deja sentir hasta el temblor de la carne. El mismo espectador que aúlla hasta el paroxismo cuando Lang Lang se le mide a las Reminiscencias de don Juan de Mozart de Liszt o el que delira con la Escena de la locura de Ofelia de Hamlet de Thomas en la voz estratosférica de Nathalie Dessay.
Con la danza lo mismo. Quién no quisiera devolverse en el tiempo para ver a Vaslav Nijinsky ejecutar el Entrechat dix que hizo de él el Dios de la danza o sencillamente haber presenciado en la Metropolitan de Nueva York a Mikhail Baryshnikov atravesar el escenario con su histórica diagonal de brisées del Pas de deux de Gisselle. Pero esos prodigios son calificados, por unos pocos, de acrobacias gimnásticas y, por los más envidiosos, de maromas circenses.
Supongo que en ese mundo debe caber perfectamente la escena central de Velox, el ballet que presentó la compañía de danza de Deborah Colker, que se presentó la semana pasada en el Teatro Mayor de Bogotá. Y quienes hayan censurado el dominio absoluto que los bailarines tienen de sus cuerpos seguramente se habrán exasperado con el aforo de la sala lleno a rabiar y con ese público que más que fascinado estaba hipnotizado con la coreografía de esta brasileña.
Pero, bueno, así son las cosas. Velox es un espectáculo precioso. Que seduce desde el primer instante. A la final no es otra cosa que el poder mismo de la danza como vehículo de seducción. No hay ningún trasfondo filosófico ni asomo de pretensión existencialista de la coreógrafa, sencillamente hay danza a través de un virtuosismo asombroso que llega a su clímax en la escena central cuando los bailarines desafían la ley de gravedad y confunden al espectador, pues resulta imposible determinar si trepan por la pared del fondo del escenario o es el espectador quien los observa desde lo alto de la tramoya.
Es verdad que durante los primeros segundos lo que asombra es el dominio acrobático, pero también lo es que luego la propuesta de Colker se convierte en un enorme fresco de sensualidad y, como decía, de pronto lleva al espectador a vivir y compartir la experiencia de la ingravidez.
¿Perfecto? Por supuesto que no. Velox tiene un “defecto imperdonable”, y es el sentido intolerable que de lo equilibrado tiene la coreografía: de pronto los bailarines, por ejemplo en la primera escena, ejecutan una figura de increíble belleza, cuando la repiten parece aún más bella, entonces el ojo se apresta para admirarla por tercera vez, pero Colker ya no lo permite, porque sabe que si lo hace por tercera vez se rompe la magia.
El otro problema tiene que ver justamente con su esencia misma. Todo desfila ante el espectador con una velocidad vertiginosa, de pronto han transcurrido ya los 55 minutos, ha caído el telón y de nuevo a lidiar con la realidad… con los disparates del Congreso, las vacaciones caribes de la magistrada y su siesta española…