Por Carlos Higuera
Enviado de EL NUEVO SIGLO
CADIZ, ESPAÑA
Los rincones del histórico buque anfibio Galicia de la Armada española, y sobre todo las “solleras”, fueron testigos mudos de días y noches de alegrías, tristezas e intensas jornadas de los 250 expedicionarios de la Ruta Quetzal BBVA que lo abordaron en Málaga y en el que navegaron por el mar Mediterráneo hasta llegar a Sanlúcar de Barrameda.
El “sentirse solo en medio de más de 300 personas” no le ocurrió únicamente a la uruguaya Carla Isabella Senattore, sino a cada uno de los representantes de los 54 países que asumieron el reto de recorrer parte de Colombia y España en 39 días de aventura, aprendizaje, intercambio cultural y, ante todo, de dejar todas las comodidades con que gozan en sus hogares para someterse a condiciones extremas como el tener que dormir en una carpa y bañarse con el chorro de una manguera, sin olvidar que las jornadas agotadoras les aceleran el hambre y el deseo de dormir.
Por los estrechos pasillos y empinadas escaleras, en el hangar o la plataforma de aterrizaje de los helicópteros o en las partes más inesperadas, estos jóvenes de entre 15 y 17 años aparecían siempre dispuestos a seguir las indicaciones de sus monitores, de Silvia Soria Morales o de Jesús Luna, el director de campamento, en este caso flotante y navegando por el Mediterráneo.
El “rápido” transcurrir del barco, 12 nudos y medio o 27 kilómetros por hora, pasaba desapercibido para los expedicionarios que solo tenían tiempo para cumplir con sus labores, asear sus solleras y divertirse.
Algunos optaron por los talleres de rumba latina, otros por el voleibol y otras por actividades que, como ellos mismos lo reconocen, les cambiaron la vida y los llevaron a saber que no siempre el tenerlo todo es sinónimo de felicidad y que acá, en el campamento flotante del Galicia por el Mediterráneo, aprendieron a ser felices de verdad, aún en medio de las dificultades y de la ausencia de sus seres queridos.
La rutina, aseguran Ana Paola Palacio de Venezuela, Joanna Bargiel de Polonia, Susana Itsel de México, Ruta Murasova de Letonia y Colombine Bartholomee de Francia, de tenerse que levantar a determinada hora y realizar actividades, se diluye con el paso de los minutos y todo lo que representa un día en la Ruta Quetzal BBVA.
“Siempre estás ocupado y cuando te queda un ratico libre lo aprovechas para recargar energías y continuar disfrutando de esta experiencia maravillosa que no se repetirá, porque Ruta solo es una y luego le toca el turno a otros chicos. Si tú vuelves ya no será como expedicionario, sino como monitor, médico o periodista, y eso te cambia la perspectiva”, asegura cada una por su lado.
A las extenuantes jornadas se suman las charlas de expertos en diferentes temas, talleres y, desde luego, películas y el baile que no puede faltar, pero no el inspirado con sus cantos, sino por Shakira, que de verdad los motiva, y otros intérpretes cuyas melodías irrumpen la tranquilidad de las aguas del Mediterráneo que van siendo surcadas por el Galicia mientras se encamina al puerto de Cartagena –el de España, desde luego-, Cádiz o Sanlúcar de Barrameda, pasando a la media noche por el estrecho de Gibraltar, para luego, en altamar, desprender de sus entrañas dos lanchas y desembarcar a los ruteros, periodistas y demás integrantes de la expedición.
Atrás quedaron muchos secretos, incluso el de la doble alarma de “hombre al agua”, generada por algún despistado que oprimió el botón que la activó y obligó a todo el personal a bajar a la plataforma, aunque los que debieron hacerlo primero, los periodistas, nunca llegaron con el argumento de que “debe ser un simulacro” o “de nuevo es falsa alarma”.
Los 20 o más camarotes, las duchas, con las que evitaron el chorro de la manguera, el pasar por el casino del Galicia, el verse rodeado por la infinidad de tubos, botones, comandos e integrantes de la Armada española, fueron reemplazados por un recorrido por bodegas vinícolas y un relax en la playa de Sanlúcar de Barrameda, para luego seguir navegando, pero esta vez ya no en un barco que es histórico y que ha participado en misiones humanitarias en Haití, o en el combate a la piratería orquestada por los somalíes contra naves comerciales, sino por un crucero para 650 personas y con unas características diametralmente opuestas al “monstruo” del Galicia.
Allí, en el Luna –no el jefe de campamento sino en el crucero- se cambiaron las caudalosas pero tranquilas aguas del Mediterráneo por las del Río Grande -por su nombre en español-, más conocido como el Guadalquivir, entre Sanlúcar y Sevilla, la mítica y hermosa ciudad donde la imponencia de sus construcciones, especialmente la de la legendaria Catedral, y los jardines acabaron con el cansancio de los expedicionarios, quienes aprovecharon cualquier instante de descanso para llevarse un recuerdo de sus 250 nuevos amigos, eso es un autógrafo en una bandera, un escrito en su anuario o una dedicatoria.
La Ruta sigue su trasegar por pueblos bellos, cargados de historia y los expedicionarios, aunque por momentos agotados, no paran de recibir información, de aprender, de compartir, de sentirse cada día más maduros, más personas y de lamentar que el tiempo se les esté terminando.
“Siento nostalgia. No quisiera que la Ruta terminara. Creo que me quedan muchas cosas por aprender. El tiempo es corto para una actividad que no es solo cultural, pero bueno quedan muchas cosas provechosas y habrá que explotarlas”, dijo Beatriz Ayala Páez, una rubia española de mirada alegre y siempre dispuesta colaborar.