Conciertos como el de Misha Maisky… | El Nuevo Siglo
Sábado, 23 de Noviembre de 2013

Por Emilio Sanmiguel

Especial para El Nuevo Siglo

 

 

El concierto de Mischa Maisky, el renombrado violonchelista ruso, la noche del pasado viernes en el Teatro Mayor me pone a reflexionar.

 

A reflexionar sobre la presencia de las grandes estrellas de la música en los escenarios, bueno, en el escenario del Teatro Mayor y sobre el papel de los críticos en este asunto

 

Ni por un segundo pongo en duda la categoría de un instrumentista como él. Hacerlo sería disparatado. Porque la noche del viernes hizo un concierto impecable, pero no fue, o no quiso, ir un poco más lejos de lo correcto.

 

Es un hecho que la presencia de las grandes estrellas de la música en Bogotá es una novedad. Como también se entiende que el público esté sinceramente emocionado de tener esa oportunidad que ver a las estrellas en una ciudad que está 2600 metros más cerca de las estrellas,  cuando en el pasado esa no era la norma sino la excepción. La impresión hace que la reacción del público sea tan emotiva que se sabe de antemano que se llevará un aplauso atronador y el teatro de pies al final de la velada.

 

Maisky tocó en Bogotá acompañado al piano por Sergio Tiempo un recital fuera de lo común: cuatro transcripciones de romanzas rusas, dos de Tchaikovsky, dos de Rimsky-Korsakov, más la Sonata en sol menor de Rachmaninov y la en re menor de Shostakovich. Impecables las transcripciones, bastante lograda la obra de Shostakovich y algunos momentos memorables en la de Rachmaninov, especialmente en el Andante, entre otras cosas porque el pianista se lució por una convicción que ya hubiera uno deseado de Maisky que, repito, es un grande de su instrumento, pero no se entregó para hacer de su presentación algo verdaderamente memorable.

 

Entonces la piedra en el zapato son, o somos, los críticos. Ya se sabe la frase tan repetida de que al público suele gustarle todo, porque es muy poco crítico, y a los críticos nada les satisface porque exigen demasiado. Y algo de verdad debe haber en esa frase.

 

Sin embargo, quizás el asunto sea de darle tiempo al tiempo.

 

Es decir, que con el tiempo el público consiga habituarse a la presencia de las grandes estrellas, y desarrolle poco a poco niveles de exigencia más independientes de la fama que precede a las estrellas; y de paso, ¿por qué no? una mayor tolerancia de la crítica.

 

Eso ya ocurrió en el pasado. Cuando en la década del 70 la ópera se convirtió en el centro de atención de la vida musical de Bogotá, la capacidad crítica del auditorio era mínima. Con los años las exigencias fueron superiores y la Ópera de Colombia respondió a esas expectativas con la llegada de importantes directores de escena de los teatros alemanes.

 

El público maduró y los intermedios de las óperas eran a veces verdaderos campos de batalla en el mejor sentido de la palabra: la soprano norteamericana Clama Dale llegó a Bogotá en 1980 precedida de un aura de estrella que se crecía más aún por su extraordinaria belleza: pero no consiguió seducir con su Aída de Verdi y en Il Trovatore resultó abucheada… porque el público ya había desarrollado un criterio independiente de lo que dijese la publicidad.

 

Otro signo de madurez se dio en la temporada del 82, cuando la presencia del tenor peruano Luigi Alva -que mundialmente era considerado el mejor Almaviva de la segunda mitad del siglo- en Il barbiere di Siviglia, terminó opacada por la presencia de un barítono norteamericano que se llamaba Thomas Hampson, que llegó a Bogotá precedido de una hoja de vida discreta. El público se enloqueció con las actuaciones de ese barítono y no se equivocó. Porque en cosa de un par de años se convirtió en uno de los más grandes del mundo.

 

En 1985 se vio otro episodio de madurez de la afición, cuando la nueva puesta en escena de Carmen de Bizet enfrentó a las dos mezzosopranos del momento, Sofía Salazar y Martha Senn. Sofía recibía menos atención de la prensa local -aunque tenía sobre sus espaldas el Premio Verdi- que Martha, a quien se la consideraba la Carmen por antonomasia, porque la había cantado en muchos grandes escenarios del mundo y su belleza era legendaria. Los partidarios de Salazar y los de Senn se trenzaban en acaloradas discusiones en el vestíbulo y en el Foyer del Colón; los de Salazar se sintieron reivindicados al año siguiente, 1986, porque para la reposición de Carmen Salazar fue la escogida y Senn cantó La cenerentola de Rossini.

 

Todo se dio porque la realización del espectáculo estableció una profunda relación entre el público y el escenario: el público exigía y en el escenario las cosas iban cada vez mejor. Pero ese no fue un proceso fácil. Hubo toda suerte de polémicas, encendidas pugnas y muchas lágrimas. Pero a la final ganó el espectáculo.

 

Quizá no haya que rasgarse las vestiduras con las poco comprometidas actuaciones de las grandes estrellas en Bogotá. Mejor darle tiempo al tiempo. Cuando la electricidad de las expectativas del público consigan llegar al escenario, los artistas la van a percibir y entonces se va a producir el milagro, el milagro de que Mischa Maisky toque con esa entrega y esa convicción que se le ve en los registros de sus actuaciones al lado de Martha Argerich ante públicos que los admiran, pero no dan tregua porque esperan de ellos lo mejor.