Desde Bogotá hay que atravesar tres continentes para aterrizar, 22 horas y media de vuelo después y exactamente 12 horas adelante en el reloj, en Bangkok, una ciudad que ha hecho del caos y de los contrastes más abismales, una verdadera atracción turística.
Porque si hay un adjetivo que describa a la capital de Tailandia es ese: caos. Un caos generado, entre otras cosas, de los contrastes más inverosímiles que se puedan imaginar: un buda bañado en oro del siglo XVIII, separado de la multitud de turistas por dos sillas Rimax de colores neón. O peor aún: un tráfico endemoniado infinitamente peor que el de Bogotá (y eso es mucho decir), pero en el que rara vez se escucha una bocina desenfrenada o un madrazo.
Tailandia significa, tierra de hombres libres porque fue el único, óigase bien, el único país del Sudeste Asiático que no fue colonizado por ninguna potencia, no obstante la influencia británica es absoluta: los carros se manejan por la derecha, el tráfico se desenvuelve por el carril izquierdo y un amor absoluto por la monarquía (hoy constitucional), que llevan a pensar que los tailandeses, como los británicos, no podrían jamás, pensarse como un Estado sin una familia real.
Eso, sumado al hecho de que son pocas las señales que tienen la traducción al inglés y, hay que decirlo, que son muy pocas las personas que entienden y hablan el denominado idioma universal, acelera esa sensación de que nunca habíamos estado tan alejados de casa.
Excesos y contemplación
Este es un pueblo que, a través de la meditación y las enseñanzas de Buda quiere alcanzar el perfeccionamiento del alma, pero que también entretiene todos los excesos más desenfrenados de los que se alimenta la condición humana, y que entre otras cosas se ha consolidado como la meca del turismo sexual.
Porque Bangkok es todo excesivo y en extremos. Es orden y desorden con 180 grados de diferencia; es miseria pero también es opulencia deslumbrante; es la tecnología y el urbanismo más avanzado y extravagante, desde la terraza de cristal más alta del mundo, al lado del sistema de electrificación más enmarañado y peligroso que con seguridad no tiene ni el municipio más pequeño de Colombia.
De hecho, los postes de luz conectados entre sí por cientos de cables enredados y enroscados, y que son arreglados por hombres descalzos que se encaraman sobre los mismos en escaleras de bambú (no es mentira, aunque el primitivismo de la acción podría llevar a pensar que lo es), ya son de por sí un atractivo turístico y no hay visitante de esta inexplicable ciudad, que se devuelva a sus lugares de origen sin una foto del cableado que provee de electricidad a la capital tailandesa.
En esta ciudad es imposible escapar del sol y de la gente, sin embargo y de acuerdo con el Global Destination Cities Index de Mastercard, desde 2012 es la urbe que recibe a más turistas en el mundo (22.7 millones en 2018, seguida por París y Londres (ambas con un promedio de 19 millones de visitantes internacionales).
Entonces sí, son opuestos y contradicciones que no pegan ni con Colbón pero que aquí de alguna manera funcionan y funcionan muy bien. No es equivocado asumir que todas las ciudades tienen, en mayor o menor medida, estos contrastes y desequilibrios sociales (de hecho los colombianos, un poco de manera desafortunada, estamos acostumbrados a ellos), pero no de una manera tan pronunciada y en un espacio geográfico tan pequeño.
Pero quién soy yo para hablar de contradicciones: me vine a celebrar la navidad en un país que no celebra esta tradición y nunca me había sentido tan ajena a esta fecha. En Tailandia más del 90% de la población es budista; una pequeña minoría musulmana está asentada en el sur del país, y los católicos apenas representan el 1,2% de la población.
Hablando de contradicciones y esta. La navidad, por las razones que para nosotros existe y se conmemora, aquí responde más a un tema decorativo y capitalista para fomentar el consumo.
Una primera impresión
Con una temperatura invernal (para el Sudeste asiático) promedio de 32 grados, el taxi verde y amarillo que nos lleva al hotel tiene un Buda colgado del espejo retrovisor, y nos advierte por medio de señas que la calle a la que vamos es una de las más caóticas de la ciudad.
Sin ser una de las dos calles en donde se mueve todo el turismo sexual (que por pura y física curiosidad habría sido entretenida de conocer si no estuviera haciendo este viaje con mi familia), Khaosan Road es una calle peatonal de rumba pesada.
En cada centímetro de calle (no estoy exagerando) hay alguien vendiendo algo, y aunque tengo afán de hacer el check in y de quitarme la ropa abrigada que traigo de Bogotá, me detengo ante el calor y el caos, y me doy cuenta de que todos mis sentidos están siendo bombardeados por un sobre estímulo de sensaciones...
De ruido, de luz, de cosas y más cosas y más anuncios y más gente que se empuja mutuamente en todos los idiomas buscando el trago más barato, el sexo más fácil o más ‘zanahoriamente’ la foto más inconcebible. Allí, fantástico allí, en donde ofrecen baldes plásticos de trago barato (del que debe dejar ciego) por 150 bahts, alrededor de $16.000.
Esta especie de mezcla entre el Chorro de Quevedo, el Carulla de la Calle 85 y la Primera de Mayo, huele a la comida de calle más rica del mundo, y a los olores que se desprenden de la existencia humana más horribles, potenciados por un calor tropical sofocante y por una cantidad abrumadora de luces de neón que calientan aún más el aire ya pesado de Bangkok.
Aunque la ciudad contemplativa y de una espiritualidad que nunca había experimentado se encuentra a minutos de distancia desde donde me encuentro, en esta calle todas las noches se libra una batalla campal entre establecimientos y cada uno de ellos pelea con un arma muy poderosa que los girardoteños dominan bastante bien: los decibeles.
Por 10 bahts (alrededor de mil pesos) me ofrecen tomarle una fotografía a las tarántulas y escorpiones que, en pinchos, pueden ser mi comida por $40.000. Los rechazo y decido tomarle fotos al cocodrilo expuesto en una vitrina de vidrio sucia al lado de uno de los taxis motorizados y suicidas que se han convertido en uno de los símbolos de la ciudad.
Al día siguiente (y en honor a la verdad todas las mañanas siguientes) esta calle, que la noche anterior sufrió todos los excesos humanos, huele a basura y a vómito pero está completamente limpia. La recorro, y sigo caminando no más de 15 minutos, para descubrir que, a muy pocas cuadras de esta calle magnifica y sin precedentes en mi vida, se encuentra el Gran Palacio, residencia ocasional de una de las monarquías (hoy constitucional) más antiguas y veneradas por su pueblo.
Allí (es importante aclararlo para dibujar lo más fehacientemente posible esta ciudad santa y contemplativa y loca y absurda y hostil), se encuentra el Templo del Buda Esmeralda, el Buda protector de Tailandia.
Aunque las comparaciones son odiosas, para que se entienda, el punto de referencia más cercano que tenemos los católicos es la Capilla Sixtina en el Vaticano pues, al igual que los frescos realizados por Miguel Ángel, en esta capilla del Buda Esmeralda hecho de jade en el Siglo XV, están representadas la cosmología budista (cielo, tierra e infierno), y la escena de la iluminación de Buda.
Por esos mundos tan opuestos que conviven a metros de distancia, es que descubrimos muy rápidamente que los tailandeses hicieron de Bangkok una ciudad en la que el pasado y el futuro no solo se saludan como viejos parientes, sino que viven en una perfecta desarmonía que se traduce en caos y contradicción.
Y es esa mezcla loca y absurda completamente perceptible en cada tramo que recorrí de una ciudad que aun no entiendo como existe en el mismo mundo que yo existo a diario, lo que Bangkok ha explotado como su mayor atractivo turístico; al menos para los ojos desadvertidos de una turista colombiana y católica que se vino al otro lado del mundo a celebrar en tierra de Buda, el nacimiento de Cristo.